Emilio es todo un personaje. Acaba de cumplir 67 tacos y lleva
varios de jubilata. Me toca de refilón por vínculos familiares y lo conozco
desde hace mucho. Es un fulano de inteligencia extraordinaria, con una
formación intelectual que ya quisieran para sí muchos econopijos pasados por
Harvard, o por donde pasen. Y además, de izquierdas como ha sido siempre –de
izquierdas culto, que no es lo mismo que de izquierdas a secas, y más en
España–, posee una formación dialéctica marxista impecable. En su día, paradojas
de la vida, fue uno de los más eficaces comerciales de una multinacional donde
ganaba una pasta horrorosa, pero currar con traje y corbata nunca le gustó. Así
que se jubiló de forma anticipada, para vivir de una modesta pensión. No
necesita más. Lee cinco periódicos diarios, oye la radio, fuma, se toma su café
en el bar y pasa de todo. No creo que para la vida que lleva necesite más de
trescientos euros al mes. A veces pienso que habría sido un mendigo de los que
ni siquiera mendigan, perfecto y feliz, con su cartón de Don Simón y sus
colegas. Por eso, en plan cariñoso, lo llamo Emilio el Perroflauta.
Como pasa de todo, Emilio es un desastre. Va sin dinero en el
bolsillo, entre otras cosas porque odia los bancos –siempre se negó a tener
tarjetas de crédito– y cree que el mejor rescate para un banco es un cartucho
de dinamita. Sus hermanas son quienes le vigilan la modesta cuenta corriente,
hacen los pagos de agua y luz y le entregan el poco dinero de bolsillo que
necesita. Pero, el otro día, se vio sin sonante. Pasaba cerca del banco, así
que entró a pedir cincuenta euros de su cuenta. Había una cola enorme ante la
ventanilla –todos los empleados tomando café menos una joven cajera– y aguardó
con paciencia franciscana. Llegado ante la joven pidió cincuenta euros, y ella
respondió que para cantidades menores de 600 euros tenía que salir afuera, al
cajero automático. «No tengo tarjeta», respondió Emilio. «Te haremos una», dijo
ella. «No quiero tarjetas vuestras ni de nadie», opuso él. La joven lo miraba
con ojos obtusos. «Te la hacemos sin problemas». Acodado en la ventanilla,
Emilio la miró fijamente. «Te he dicho que no quiero una tarjeta. Lo que quiero
son cincuenta euros de mi cuenta». La chica dijo: «No puedo hacer eso».
Y Emilio: «¿No puedes darme cincuenta euros de mi cuenta porque
no tengo tarjeta?… Que salga tu jefe».
Salió el jefe. «¿En qué puedo ayudarte?», dijo. Era un jefe de
sucursal joven, estilo buen rollito. «Puedes ayudarme dándome cincuenta euros
de mi dinero», respondió Emilio. «Tienes que comprender las normas –razonó el
otro–. La tarjeta es un instrumento muy práctico para el cliente». Emilio miró
atrás, como buscando a quién se dirigía el otro: «¿Me hablas a mí? –respondió
al fin–. Porque, mira, soy viejo pero no soy gilipollas». El director tragaba
saliva, insistiendo en que el interés del público, la comodidad, etcétera. «¿La
comodidad de quién? –inquiría Emilio–. ¿La vuestra?». El otro siguió en lo
suyo: «Te hacemos una tarjeta ahora mismo, sin comisiones». Pero ya he dicho
que la formación marxista de Emilio es perfecta; así que, tras cinco minutos de
argumentación metódica –el otro, abrumado, no sabía dónde meterse–, acabó así:
«Además, eres tonto del haba. Porque el dinero, aunque sea poco, es mío y
seguirá aquí. Pero con tanta tarjeta, tanta automatización y tanta mierda, al
final quien sobrarás serás tú –señaló a la cajera– y todos estos desgraciados,
porque os sustituirán las putas máquinas».
A esas alturas, la cola ante la caja era kilométrica; y la
gente, la cajera y el director escuchaban acojonados. Emilio dirigió a éste una
mirada con reflejos de guillotina que lo hizo estremecerse. Entonces el
director tragó saliva y se volvió a la cajera. «Dale sus cincuenta euros»,
balbució. Y en ese momento, Emilio el Perroflauta, erguido en su magnífica e
insobornable gloria, miró con desprecio al pringado y le soltó: «¿Pues sabes
qué te digo?… Que ahora tu banco, tú, la cajera y los empleados que tienes a
estas horas tomando café podéis meteros esos cincuenta cochinos euros en el
culo. Ya volveré otro día». Tras lo cual se fue hacia la puerta con paso firme
y digno. Y al pasar junto a la gente que esperaba en la cola, sumisa –nadie
había despegado los labios durante el incidente–, los miró con altivez de
hombre libre y casi escupió: «¿Estáis ahí, callados y tragando como ovejas?… Si
esta cola fuera en la Seguridad Social, ya la habríais quemado». Y después, muy
tranquilo, fue a tomarse un carajillo a un bar donde le fiaban.
¡Me gusta mucho! :-)
ResponderEliminarNieves, feliz inicio de semana:
ResponderEliminarMe ha sorprendido ver el artículo que el corso público ayer en el XL Semanal. Yo también soy lector de este suplemento, cada domingo cuando llego a casa con el periódico, lo primero que hago echarle un vistazo a la portada de la revista y luego atacar la colaboración en la misma de Pérez Reverte
Hay que ver el genio que tiene el ‘tío’ Emilio, la que ha liado en su banco por no tener una tarjeta de crédito o en su defecto usar en el cajero la libreta bancaria.
Claro que a mí a la hora de hacer alguna gestión bancaria también me cuesta mucho entrar en la entidad, y no porque la atención al público sea deficiente, sino por las colas que hay y la perdida de tiempo esperando el turno.
Yo soy de los que para sacar dinero prefiero ir el cajero y si puedo algunas gestiones las realizo por la banca electrónica. Puede que el tratar con programas informáticos no sea nada impersonal (nada alegra más a la vista del cliente como una sonrisa dedicada por la cajera de ventanilla).
Pero ‘don Emilio’ que quiere que le diga a usted, los tiempos cambian y uno ha de adaptarse a las nuevas circunstancias del presente. Pues de no ser así con el paso de los años nos puede pasar como señala cierto dicho: ‘camarón que se duerme, se lo lleva la corriente’.
Y cuando uno quiere darse cuenta, se han producido tantos cambios a su alrededor que llegados a la tercera etapa de la vida, uno no termina de entender en que sociedad ha ido a despertar.
¡Ahh! Y otra vez que acuda a su banco facilite los trámites que solicite para evitar que tras Ud., se forme la temida cola de clientes desesperados.
Saludos.
Cuando he leído el articulo me he acordado de mi madre. Ella no aceptaba los cambios y los demás la ayudábamos como podíamos. Me acuerdo cuando los cambios de la Caixa , mi madre directa a la ventanilla, donde estaba Don no se quien que le saludaba por el nombre y este le dice que a partir de ahora para sacar dinero tendrás que ir al cajero. Mi madre le dijo que ella no sabia, el le contesto, yo le enseño, mi madre le dice que ella no quiere aprender, que quiere cuando necesita dinero que se lo de Don cualquiera en la mano, el trabajador le dice a mi madre que los tiempos han cambiado y que se tendrá que adaptar, y mi madre, que genio tenia un poco, le contesto, sin problema, prepárame todo el dinero que tengo que me voy a otro banco que sepan atenderme a mi manera. Hasta el director salió para decirle que sin ningún problema, que seguiría teniendo la atención habida hasta entonces.
EliminarJomaral, igual tu eres mu joven, pero para la gente mayor, eso de ir a maquinas no es lo suyo. Si pagamos un montón de comisiones en los bancos, mínimo deberían de dar atención personalizada a quien la necesite. Yo abogo por ello.
La gente mayor necesita la atención personalizada, lo mismo que en el autobús ponen asientos para los mayores, que pongan en los bancos asientos exclusivos, para los que durante años y años han estado esperando su turno en esa larguísima cola.
ResponderEliminarNo se puede tratar igual a una persona de 20, 30, 40, 50 años a una persona de 70, 80 años.
Los tiempos cambian, pero...la gente mayor ya no tienen ese tiempo. ¡RESPETEMOS A NUESTROS MAYORES! :-)