En una época
olvidada por los libros de historia, la vasta llanura del Misisipi estaba
habitada por una raza de gigantes conocida como los Titanoth*, seres
majestuosos que medían más de tres metros de altura y poseían una fuerza
sobrehumana. Su piel tenía el color de la tierra fértil, y sus ojos brillaban
como estrellas, reflejando la sabiduría de generaciones antiguas.
Los Titanoth no
solo eran fuertes, sino también profundamente conectados con la naturaleza y
los misterios de los astros. Construyeron montículos colosales como ofrendas a
los cielos y como hogares sagrados donde podían comunicarse con los espíritus
de sus ancestros. Cada montículo era una obra maestra, diseñado para alinearse
perfectamente con las constelaciones, pues creían que su destino estaba escrito
en las estrellas.
Sin embargo, su
historia es también una tragedia. Según las leyendas, los Titanoth vivieron en
paz durante siglos, hasta que comenzaron a llegar los primeros hombres.
Pequeños y frágiles a los ojos de los gigantes, los humanos veían con temor y
envidia las maravillas arquitectónicas que estos habían creado. Los Titanoth,
por compasión, enseñaron a los humanos a trabajar la tierra y a leer los
cielos.
Pero el miedo
puede ser un enemigo poderoso. Algunos hombres, incapaces de entender a los
gigantes, los consideraron amenazas. Se dice que lideraron una revuelta contra
los Titanoth, ayudados por un poder oscuro que despertaron en su afán de
derrotarlos. Las batallas fueron épicas, y aunque los gigantes eran fuertes, su
corazón bondadoso los hizo dudar ante la violencia de sus pequeños hermanos.
Uno a uno, los
Titanoth cayeron, sus cuerpos descansando bajo los montículos que habían
construido. Los últimos supervivientes se desvanecieron en los bosques,
llevando consigo su conocimiento. Con el tiempo, sus historias se convirtieron
en mitos, sus enseñanzas olvidadas. Los humanos heredaron la tierra, pero los
montículos permanecieron, guardianes silenciosos de una era donde los gigantes
caminaban entre nosotros.
Hoy, algunos dicen
que en noches claras, si te paras en lo alto de uno de estos montículos y miras
al cielo, puedes sentir el eco de los Titanoth: una brisa cálida, un susurro en
la hierba, o una estrella fugaz que parece guiñar un ojo.
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