Navidad en el corazón del mercado
En Navalmoral de la Mata, diciembre siempre traía consigo un
aire especial, distinto al de cualquier otra época del año. No eran solo las
luces que adornaban las calles ni el bullicio del mercado navideño. Había algo
más, algo que no se podía tocar, pero que se sentía. Quizá era el frío que
sonrojaba las mejillas o ese olor a castañas asadas que te abrazaba nada más
pisar la plaza.
Yo, Emilia, llevaba casi ochenta inviernos en este pueblo.
Desde hacía unos años, ya no bajaba tanto al mercado. Las piernas, con su
eterno crujir, me recordaban que cada peldaño de la escalera era un reto. Pero
no me importaba. Desde mi balcón, tenía la mejor vista de todo lo que ocurría
allí abajo. Los puestos de artesanía relucían, los niños correteaban con globos
y los mayores charlaban en corros, comentando todo y nada al mismo tiempo. Y
yo, desde mi sillón de orejas, con una manta sobre las piernas y una taza de
chocolate caliente en las manos, observaba.
Aquella mañana, mientras el sol apenas se asomaba tímidamente
entre las nubes, algo llamó mi atención. Un hombre mayor, de mi edad o quizá
algo más joven, caminaba por la plaza cargando una caja grande. Su bufanda,
vieja y deshilachada, no parecía protegerle mucho del frío, pero él no parecía
notarlo. Llevaba ese aire de quien busca algo importante, o quizá a alguien.
Había algo familiar en su forma de caminar, un eco del pasado que me hacía
cosquillas en la memoria.
Por la tarde, Rosa, mi vecina del segundo, subió a verme.
Rosa es de esas personas que saben todo lo que ocurre en el pueblo. Traía un
poco de turrón de yema que había hecho ella misma.
—Emilia, te lo dejo aquí, en el aparador. Este año me ha
quedado más dulce, pruébalo y me dices.
—Gracias, Rosa. Dime, ¿tú sabes quién es ese hombre que anda
con una caja por la plaza?
Rosa se giró, sorprendida.
—¡Ay, mujer! Es Lucas. ¿No te acuerdas de él? Dice que volvió
hace poco. Estuvo muchos años trabajando en Francia, en una fábrica de coches o
algo así. Ahora ha regresado porque dice que quiere pasar aquí lo que le quede.
Anda diciendo que trae algo especial para la Navidad, pero no ha contado más.
Lucas. Mi corazón dio un pequeño salto al escuchar su nombre.
Me llevó de vuelta a una época en la que el mundo parecía más grande y el
tiempo, más lento. Lucas había sido el chico de la guitarra, el que tocaba bajo
la encina del parque las tardes de verano. El mismo que me escribió una carta
antes de marcharse, prometiéndome que algún día volvería. Pero yo ya estaba
enamorada de Ignacio, mi marido, y Lucas desapareció en el ir y venir de los
años.
Los días pasaron, y la caja de Lucas seguía siendo un
misterio. Había quienes decían que traía un regalo para el belén de la plaza,
otros que era un juguete gigante para los niños. Yo, entre curiosidad y
nostalgia, decidí que necesitaba saber más.
El 23 de diciembre, la víspera de Nochebuena, me armé de
valor y bajé al mercado. Me puse mi mejor abrigo, me ajusté la bufanda y con el
bastón en la mano, salí a enfrentar el frío y los recuerdos. La plaza estaba
abarrotada. Los niños corrían alrededor del belén, los vendedores voceaban sus
ofertas, y el aroma a canela y castañas lo impregnaba todo.
Allí, junto al puesto de castañas, estaba Lucas, con su caja
apoyada en el suelo. Parecía cansado, pero en su rostro había una calma que no
podía explicarse. Me acerqué despacio, con el corazón latiendo más rápido de lo
que me habría gustado admitir.
—Lucas… —dije al fin, en un susurro.
Él se giró, y al verme, sus ojos se iluminaron.
—Emilia. Sabía que aún estarías aquí.
Nos quedamos mirándonos, como si el tiempo no hubiera pasado,
como si aún fuéramos los jóvenes que paseaban por el parque hace tantos años.
—¿Qué llevas en esa caja que todos en el pueblo se preguntan
qué será? —le dije, señalándola con una sonrisa.
Lucas sonrió de vuelta.
—Es un secreto, pero creo que ya es hora de revelarlo. Ven
conmigo.
Lo seguí hasta el centro de la plaza, donde los niños jugaban
y las luces de Navidad iluminaban todo con un brillo especial. Lucas abrió la
caja con cuidado y, para sorpresa de todos, sacó un violín. Era viejo, con las
cuerdas desgastadas, pero tenía una belleza que solo los años podían dar.
—Este violín me ha acompañado toda mi vida. Lo aprendí a
tocar en Francia, pero siempre soñé con hacerlo aquí, en mi pueblo, en Navidad.
Sin más, comenzó a tocar. Las primeras notas de Noche de
Paz salieron tímidas, pero pronto llenaron la plaza. El bullicio se apagó.
Las conversaciones cesaron, y la música tomó el control. Los niños dejaron de
correr, los mayores se acercaron, y yo… yo cerré los ojos y dejé que la melodía
me transportara.
Cuando terminó, la plaza entera estalló en aplausos. Lucas,
con las manos temblorosas, me buscó con la mirada y me dedicó una última
sonrisa. Me acerqué despacio y le di las gracias.
—Has conseguido que esta Navidad sea la más especial en
muchos años.
Esa noche, desde mi balcón, miré la plaza iluminada y llena
de vida. Pensé en Lucas, en su violín y en cómo, a veces, lo único que
necesitamos para volver a casa es un poco de música y el valor de enfrentarnos
al pasado.
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