El curioso origen de La
Vaca que ríe
No es fácil que
una marca resista cien años, en plena forma y con reconocimiento universal. En
la historia del capitalismo hay éxitos prodigiosos, pero también quiebras
espectaculares y desaparición de nombres míticos. La orgullosa Francia, patria
de centenares de variedades de quesos (tantas que De Gaulle atribuía a esa
diversidad el carácter ingobernable del país), celebra este año el primer siglo
de La Vaca que ríe, marca pionera en los quesos fundidos y en porciones.
El origen de La
Vaca que ríe muestra que el ingenio empresarial siempre puede convertir una
crisis en una oportunidad. Es lo que hizo Léon Bel, que fabricaba quesos en la
región alpina de Jura, cerca de la frontera con Suiza. El negocio, fundado por
su padre, en 1865, parecía condenado a cerrar porque se acumulaban los quesos
ya curados y sin vender, la mayoría de tipo gruyer y comté. Había terminado la
Primera Guerra Mundial, un conflicto que sacudió por completo el mercado y los
canales de distribución.
La idea milagrosa
fue fundir los quesos almacenados. Bel se inspiró en una receta inventada hacia
unos años en Suiza y puesta en práctica por los hermanos Graff en la cercana
ciudad de Dole. La enorme ventaja del queso fundido es que podía conservarse
durante meses a temperatura ambiente, algo esencial en aquel tiempo. Las
neveras eran todavía una rareza en los hogares.
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