La maldición del domingo sin alma
El pueblo de San Silencio amanecía cada domingo envuelto en
una calma casi espectral. Las campanas de la iglesia marcaban el inicio del día
con un eco profundo que reverberaba en las calles vacías. Era un día para
descansar, reflexionar y, según los mayores, para no tentar a los espíritus que
deambulaban entre el mundo terrenal y el otro lado.
Manuel, un joven del pueblo, nunca había creído en tales
supersticiones. Para él, los domingos eran días aburridos, un respiro forzado
de las actividades que lo entretenían. Aquella tarde de verano, mientras sus
vecinos acudían al templo o compartían comida con sus familias, Manuel decidió
ignorar las advertencias y pasar el día reparando su motocicleta en el patio
trasero.
El sol empezó a ocultarse, tiñendo el cielo de un naranja
mortecino. Manuel, distraído con su trabajo, no se percató del profundo
silencio que comenzaba a envolverlo. Fue entonces cuando lo sintió: una
presencia helada, como si alguien estuviera observándolo. Levantó la vista y lo
vio.
Junto a la verja del jardín se encontraba un hombre alto,
vestido con un traje negro impecable y un sombrero de ala ancha que ocultaba su
rostro. No decía nada, pero sus ojos brillaban con un resplandor sobrenatural
bajo la sombra del sombrero. Manuel trató de hablar, pero su voz quedó atrapada
en su garganta. Cuando quiso acercarse, el hombre desapareció, dejando tras de
sí solo un leve susurro: “El Errante te observa”.
Esa noche, Manuel no pudo dormir. Su mente regresaba una y
otra vez a aquella figura. Los susurros no cesaban, recordándole que el domingo
no era un día cualquiera, sino un momento en el que las almas eran más
vulnerables, expuestas a juicios que él jamás había creído reales.
Al día siguiente, se despertó cansado, con una sensación de
peso en el pecho. Cada vez que cerraba los ojos, veía al Errante, y un solo
pensamiento lo atormentaba: “¿Qué misión debía cumplir antes de que cayera la
medianoche?”.
El tiempo corría, y Manuel, desesperado, comenzó a hacer
actos de bondad casi al azar. Ayudó a una anciana con sus bolsas, devolvió
dinero a un comerciante al que sin querer había estafado, y hasta plantó un
árbol en el patio de su casa. Pero el rostro del Errante seguía apareciendo,
ahora más claro y con una leve sonrisa que lo petrificaba.
Con el paso de las horas, Manuel empezó a comprender que no
bastaban las buenas acciones sin propósito. Debía buscar algo que tuviera
verdadero significado. Finalmente, acudió a la iglesia, donde su madre rezaba
sola por su hijo perdido en su orgullo. Se arrodilló junto a ella, y al fin,
las lágrimas lo liberaron.
Esa noche, mientras el reloj marcaba la medianoche, Manuel
soñó con el Errante. Esta vez, no había amenaza en su mirada, solo una
advertencia: “Nunca olvides que los domingos son para el alma. Cuídala, o
volveré”.
Desde entonces, Manuel se convirtió en un hombre diferente. Y
aunque nunca volvió a ver al Errante, cada domingo al caer la tarde, aseguraba
las puertas de su casa y encendía una vela, recordando que las leyendas a veces
tienen más verdad de lo que uno quisiera creer.
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