Título: Sombras de un Adiós
La lluvia no cesaba. Era un martilleo constante, monótono,
que también habitaba en el corazón de Clara. A sus 67 años, la jubilación había
sido una condena disfrazada de promesa. «Tiempo libre», le dijeron. Pero el
tiempo libre era un cuchillo de doble filo; cortaba los días en pedazos de
soledad.
Su apartamento en las afueras, un tercer piso sin ascensor,
era una caja de zapatos. Todo lo que necesitaba cabía allí: una cama estrecha,
una mesa coja y una estantería llena de libros que había leído dos veces, pero
nunca disfrutado. El reloj de pared marcaba cada segundo como una sentencia.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que alguien la llamó por su nombre? ¿Desde
que alguien la miró como si existiera?
Había fotos antiguas en un marco deslucido. Clara, su marido,
sus hijos. Todos habían desaparecido en el torbellino del tiempo y la
distancia. El primero se había ido hace diez años, un infarto fulminante que la
dejó con más preguntas que respuestas. Los segundos se habían marchado a otras
ciudades, atrapados en la vorágine de sus propias vidas. A veces enviaban
mensajes insípidos: «¿Todo bien, mamá?». ¡Todo bien! Decía ella. Pero la verdad
era un abismo que no se atrevía a compartir.
Esa noche, Clara encendió una vela. No había luz; una
tormenta había dejado el barrio a oscuras. Observó la llama, hipnotizada por el
baile anárquico de la cera derretida. Era frágil, como ella, pero también
resistente. En el fondo, había aprendido a soportar la oscuridad.
El sonido de un cristal rompiéndose la sacó de su trance. ¿En
la cocina? Se levantó con el corazón tamborileando en el pecho. Había algo
inusual en el ambiente, un olor a tierra mojada mezclado con algo más. ¿Miedo?
Abrió la puerta lentamente.
Un hombre estaba allí, mojado y sucio, con un cuchillo en la
mano. Sus ojos eran dos pozos vacíos. No dijo nada, pero su intención era
clara. Clara debería haber gritado, pero en lugar de eso, sintió una calma
extraña. «¿Así termina todo?» pensó.
—No tengo nada que merezca la pena robar —dijo ella, con una
voz que sonó mucho más fuerte de lo que esperaba.
El hombre parpadeó, confuso. No estaba acostumbrado a que
alguien le hablara. Clara avanzó un paso, sus ojos clavados en los de él.
—¿Quieres café? —preguntó. Era una pregunta absurda, pero el absurdo tenía
sentido en aquella escena.
El hombre bajó el cuchillo, desconcertado. Quizá porque nadie
le había ofrecido nada en mucho tiempo. Clara preparó el café con manos firmes,
como si este fuera un acto cotidiano. Lo sirvió en dos tazas desportilladas y
se sentó frente a él. Ninguno habló durante mucho rato. La tormenta seguía
rugiendo afuera, pero dentro, en aquella cocina diminuta, había una tregua.
—Gracias —murmuró él finalmente.
Clara no respondió. En lugar de eso, lo miró fijamente, como
queriendo encontrar en él algo que también había perdido.
Cuando el hombre se marchó, Clara cerró la puerta con llave y
volvió a sentarse frente a la vela, que seguía encendida. No sabía si había
salvado una vida o si había sido salvada. Pero por primera vez en mucho tiempo,
sintió que la oscuridad no era tan pesada.
Y esa noche, por primera vez en meses, Clara durmió sin
sobresaltos, acompañada por el eco de un silencio que ya no era tan aterrador.
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