"Negocios
de Familia"
La empresa
"Martínez e Hijos" no era precisamente un emporio multinacional, pero
su tamaño no le impedía estar dirigida con mano de hierro, concretamente por
Don Serafín Martínez. El hombre era famoso por dos cosas: su aversión a gastar
un céntimo más de lo absolutamente necesario y su habilidad para retorcer
contratos laborales como si fueran chicles, hasta que no quedaba ni una gota de
derechos.
El despacho de Don
Serafín estaba decorado con una alfombra que parecía haber sobrevivido a la
Guerra Civil, y un cuadro de su padre, el fundador de la empresa, con la frase
“El ahorro es la clave del éxito” grabada en letras doradas. Cada mañana,
Serafín se sentaba detrás de su escritorio como si estuviera vigilando una
fortaleza medieval, listo para proteger el tesoro familiar de cualquier intento
de "despilfarro”. Por mínimo que fuera, era considerado un ataque directo
a la supervivencia de la empresa.
La plantilla de la
empresa no podía presumir de grandes lujos, ni siquiera de mediano bienestar.
Sus sueldos eran como los bocadillos de jamón que repartía el propio Serafín en
Navidad: mucho pan y apenas una lámina de embutido. Pero eso sí, “somos como
una gran familia”, decía el jefe con una sonrisa paternalista, mientras
apretaba el nudo de su corbata más fuerte de lo que apretaba el salario de sus
empleados.
Luego estaba
Pepito, el hijo de Don Serafín, que trabajaba —es un decir— en la empresa. Su
currículum no incluía mucho más que una lista de marcas de coches, desde el
Audi hasta el Ferrari que soñaba con tener cuando, según él, la empresa
despegara “en serio”. Aunque para todos era evidente que, si algún día
despegaba, lo haría sin él, ya que Pepito pasaba más tiempo configurando su
perfil en redes sociales automovilísticas que en la oficina, donde su puesto
seguía siendo más decorativo que funcional.
—Papá, el nuevo
coche eléctrico que ha salido tiene un modo autónomo increíble, ¿por qué no
invertimos en uno para la empresa? —decía Pepito,
— ¿Invertir en
uno? Primero invierte tú en aprender a usar el Excel, que eso sí que es
autónomo y te hace el trabajo que nunca haces.
Por otro lado,
estaba Maribel, la hija, que acumulaba títulos universitarios con la misma
facilidad con la que otras personas coleccionaban imanes de nevera. Solo que
sus diplomas, por algún extraño motivo, siempre venían de universidades cuyas
sedes estaban en lugares como las Islas Caimán o países de dudosa existencia. A
pesar de su impresionante colección de títulos, Maribel no tenía ni la idea más
remota de cómo encender la cafetera de la oficina, mucho menos de gestionar el
negocio, aunque sus títulos digan lo contrario.
—Papá, según mi
máster en Gestión de Recursos Globales y Estrategias Digitales para la
Disrupción Económica, deberíamos externalizar la logística a un proveedor 3PL
con una base de datos descentralizada en la nube —decía con aire de erudita
— ¿Qué me estás
contando? Si aquí ni la nube del tiempo funciona bien —contestaba Serafín,
moviendo la cabeza. Él prefería seguir gestionando el inventario con su vieja
libreta de espiral, en la que anotaba todo con un bolígrafo Bic mordido y lleno
de tinta acumulada en la punta.
Los trabajadores,
los pobres, llevaban años sobreviviendo en "Martínez e Hijos". Para
ellos, trabajar allí era una mezcla entre entrenamiento para los juegos del
hambre y un curso intensivo de paciencia. Juan, el operario más veterano,
juraba que el último aumento de sueldo que vio fue durante la peseta. Lola, la
secretaria, había aprendido a hacer café, atender llamadas, resolver problemas
informáticos y dar clases de yoga a la plantilla en los ratos libres, para que
pudieran estirarse un poco y soportar.
Y luego estaba la
alegría de la empresa: el aire acondicionado. “El aire es para cuando se
superen los 40 grados, no antes”, decretaba Don Serafín, mientras los empleados
veían sus camisas empapadas y sus sueños se evaporaban al ritmo del termómetro.
El día que Lola sugirió instalar ventiladores de pie, Serafín le respondió con
una de sus frases célebres
— ¿Ventiladores?
Aquí lo único que tiene que girar son las ideas, no las aspas.
Al final, en
"Martínez e Hijos", el único que se movía era el reloj, marcando el
final de otra jornada más de miserias y coches eléctricos imposibles. Pero eso
sí, siempre con una sonrisa (forzada, claro). Porque si algo había aprendido la
plantilla, era que en una gran familia… siempre se puede estar peor, pero al
menos el café es gratis, aunque eso signifique que se sirve frío.
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