"Héroes
en Llamas"
En el tranquilo y
apacible pueblo de Santa Ignacia, los bomberos eran más que héroes, eran
leyendas. O al menos, eso era lo que ellos creían. La estación de bomberos, un
edificio con más carteles de "Prohibido Fumar" que extinguidores,
albergaba a los hombres más intrépidos y, casualmente, también a los más
ociosos del lugar.
"¡Fuego en la
panadería!", gritó el radio de emergencia una tarde. Los bomberos saltaron
de sus cómodos sillones, dejando caer las revistas de coches que ni sabían
arreglar.
"¡Es la gran
oportunidad!", exclamó el capitán Márquez, un hombre que llevaba el casco
con más orgullo que conocimiento. "¡A los camiones!"
El problema es que
los camiones no estaban listos. Verás, la última vez que habían salido fue para
un desfile del Día del Pueblo y los habían llenado de confeti, que nadie se
molestó en quitar. Al llegar al lugar del incendio, el camión se abrió paso
lanzando coloridos papelitos mientras las llamas devoraban las vitrinas llenas
de croissants.
"¡No importa,
usaremos la manguera!" dijo Márquez, como si fuera una idea
revolucionaria. Pero, al abrir la llave de paso, descubrieron que, por alguna
razón desconocida (y seguramente relacionada con una apuesta), la manguera
estaba conectada a la fuente de soda de la estación. Agua con gas y un poco de
Coca-Cola comenzaron a rociar la panadería.
"¡Estamos
salvados!" gritó doña Carmen, la dueña de la panadería, al ver que las
llamas no se apagaban pero, al menos, su establecimiento ahora olía como una
fiesta infantil.
Los bomberos,
satisfechos con su trabajo y cubiertos de confeti, posaron para las fotos de
los periodistas locales, mientras el incendio se extinguía solo por falta de
combustible.
"Otro trabajo
bien hecho", dijo Márquez, ajustándose el casco con dignidad. Nadie se
atrevió a contradecirlo. Después de todo, en Santa Ignacia, los héroes siempre
llevaban cascos brillantes y sonrisas impecables, aunque nunca supieran cómo
apagar un incendio.
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