La Casa de
la Cima
Era la escapada
perfecta. Después de meses de estudiar y trabajar sin parar, los cinco amigos
habían decidido tomarse un respiro. Daniel, Clara, Laura, Sergio y Marta, todos
recién licenciados y con ganas de una última aventura antes de entrar de lleno
en la vida adulta. Clara encontró la casa rural en la cima de una montaña,
aislada y rodeada de un espeso bosque. Las fotos muestran una cabaña rústica,
perfecta para desconectar de la rutina diaria.
La llegada fue una
odisea. Tras un largo camino de curvas y carreteras cada vez más estrechas,
alcanzaron el lugar al anochecer. A medida que el sol caía detrás de las
montañas, un manto de oscuridad envolvió la cabaña. Sin cobertura en los
móviles y sin vecinos a kilómetros, lo vieron como una ventaja.
"Desconexión total", había dicho Clara, emocionada.
La primera noche
fue tranquila, entre risas y bebidas junto a la chimenea. Pero al amanecer,
algo cambió. Marta fue la primera en notarlo. Se había despertado temprano,
como de costumbre, pero algo en la atmósfera era distinta. Había una sensación
de opresión, como si el aire fuera más denso, más pesado. Se acercó a la
ventana y notó que el bosque, que ayer parecía acogedor, ahora era una masa
oscura e impenetrable, como si estuviera vivo, observándolos.
Desayunaron en
silencio. Incluso los bromistas del grupo, Sergio y Daniel, parecían inquietos.
Clara sugirió una caminata por el bosque para despejar la mente. Era lo que
habían venido a hacer, ¿no? Sin embargo, la idea de adentrarse en esa espesura
ya no parecía tan atractiva como el día anterior. Algo en el aire había
cambiado, una tensión palpable que ninguno podía ignorar ni explicar.
Caminaban en fila,
el sonido de sus pasos amortiguado por la hojarasca. El bosque se cerraba
alrededor de ellos, los árboles altísimos bloqueaban la luz, y pronto el camino
que seguían desapareció.
—Volvamos —sugirió
Laura, visiblemente nerviosa
Cuando se giraron
para regresar, el sendero por el que habían venido ya no estaba. Era como si el
bosque hubiera cambiado a su antojo, moviendo los árboles, alterando la
realidad. La brisa fría que había acompañado su caminata cesó de repente, y un
silencio absoluto se apoderó del lugar. Ni pájaros, ni el crujido de las ramas.
Solo sus respiraciones aceleradas
—Esto no tiene
gracia, Clara —dijo Sergio, intentando romper la tensión. Pero Clara no
respondió. Tenía el rostro pálido, mirando fijamente hacia algo entre los
arboles
-¿El amor es?
—murmuró, apenas audible.
Los demás la
miraron
—¿Qué cosa?
—preguntó
Clara señaló,
temblando. Entre los árboles, casi imperceptible, había una figura humana, de
pie, inmóvil. Una simple vista parecía un hombre, pero algo en su postura era
antinatural, como si sus extremidades estuvieran mal alineadas. Los ojos de la
figura estaban fijos en ellos.
El pánico los
invadió. Comenzaron a correr en la dirección opuesta, sin mirar atrás, sin
saber a dónde iban. El bosque parecía estrecharse a su alrededor, como si los
árboles intentaran atraparlos. Laura tropezó y cayó, y cuando Sergio se detuvo
a ayudarla, la figura ya estaba más cerca. El hombre, o lo que fuera, no
caminaba, pero se acercaba con cada parpadeo.
Llegaron de vuelta
a la cabaña al borde del colapso, jadeando y temblando. Cerraron todas las
puertas y ventanas, asegurándose de que nada pudiera entrar. Pero mientras se
reunían en la sala principal, aún sin entender lo que había sucedido, Marta
escuchó un ruido en el techo. Un crujido suave, casi imperceptible. Y luego, un
rasguño, como si algo estuviera arrastrándose por las vigas.
El silencio se
rompió con un golpe seco. Algo cayó sobre la casa desde el techo, sacudiendo
las paredes. Todos miraron hacia el pasillo. Al fondo, donde debería estar la
puerta principal, había una sombra que no debería estar allí. Un golpe más
fuerte, seguido de un largo chirrido.
La puerta de la
cabaña se abrió lentamente. Y allí, de pie en el umbral, la figura los miraba
una vez más, más cerca de lo que jamás habían imaginado.
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