En una pequeña
comunidad de vecinos, convivían personajes tan peculiares como las reglas que
incumplían.
Primero estaba
Paco, el vecino de arriba, conocido por sus misteriosos ruidos nocturnos. Nadie
sabía qué hacía, pero cada madrugada se escuchaba como si arrastrara muebles
para redecorar su salón... o realizar un ritual vudú. Los vecinos habían creado
teorías conspirativas: "A lo mejor tiene un gimnasio clandestino",
decía Carmen, la del tercero. "O está creando un túnel hacia el
sótano", sugería Manolo, siempre exagerado. Al final, Paco confesó que
solo movía el sofá para buscar el mando a distancia que, por alguna razón
cósmica, desaparecía cada noche.
Luego estaba
Antonio, el amante de la bicicleta. Pero no de las reglas. Nunca guardaba su
bici en su casa; la dejaba estratégicamente en el portal, como si el vestíbulo
fuera una exposición. “Mira que os dejo mi bici como obra de arte, para
alegraros la vida”, decía entre risas. Cada mañana, alguien tropezaba con ella
y los insultos volaban, aunque Antonio lo tomaba como un cumplido: “Si os
quejáis, es que la habéis visto, ¿eh?”
Y luego estaba
Raúl, el moderno del edificio, que tenía un patinete eléctrico, al que trataba
como un miembro más de la familia. Lo llevaba hasta dentro del ascensor, y si
le decías algo, te miraba como si le hubieras insultado al hijo. “Es que si lo
dejo en la calle, ¡se lo llevan!”, argumentaba. Más de una vez, alguien había
quedado atrapado entre el patinete y el carrito del súper de la señora Pepa en
el ascensor. Un día, la cosa se fue de las manos y el patinete se arrancó solo,
dando un pequeño paseo hasta estrellarse contra la puerta del garaje.
"Tranquilos, solo quería estirar las ruedas", dijo Raúl, mientras
recogía los restos con toda la dignidad que le quedaba.
Entre el ruido de
Paco, los atascos de bicis y los viajes del patinete, el vecindario nunca
estaba aburrido. Eso sí, cuando alguien proponía una junta de vecinos para
poner orden, todos se hacían los despistados. Al final, el caos se había
convertido en la verdadera esencia del lugar. Y, aunque nadie lo admitiría, en
el fondo les encantaba vivir ahí, en el edificio más ruidoso y entretenido del
barrio.
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