Había una vez dos
hermanos, Juan y Pedro, que no podían ser más diferentes. Juan era el típico
perfeccionista: todo tenía que estar en su lugar, la ropa planchada, los libros
ordenados por color y tamaño, hasta el cepillo de dientes siempre apuntaba al norte.
Pedro, por otro lado, vivía en un caos controlado. Según él, la
"organización creativa" era la clave de su éxito. Aunque nadie
entendía qué éxito, porque ni él encontraba sus calcetines.
Un día, Juan
decidió que ya no soportaba más el desorden de su hermano, así que lo retó:
"Vamos a tener una semana en la que cada uno viva como el otro. Tú serás
ordenado y yo seré... bueno, intentaré ser tú."
Pedro aceptó,
emocionado, aunque no tenía ni idea de cómo iba a sobrevivir. Empezó su semana
de "ser Juan" intentando hacer la cama. Tras tres intentos fallidos y
enredarse con las sábanas, concluyó que las camas deshechas tenían su propio
encanto. Luego intentó cocinar algo más que cereales. El resultado fue una
tortilla... de leche.
Juan, por su
parte, decidió comenzar su semana de "ser Pedro" dejando que los
platos sucios se amontonaran en el fregadero. Al segundo día ya tenía un
sistema de clasificación entre los platos "ligeramente sucios" y los
"potencialmente tóxicos". Se sintió algo rebelde, aunque su ojo
perfeccionista sufría cada vez que veía una mancha en el suelo.
El jueves, Pedro,
con el estrés de intentar ser ordenado, le confesó a Juan que había intentado
doblar su ropa pero se rindió y metió todo en una sola bola en el armario.
"Es más eficiente", dijo con una sonrisa.
Juan, en cambio,
admitió que había encontrado cierta liberación en dejar los calcetines
desparejados por la casa. "Es como una aventura diaria", bromeó,
"nunca sé si encontraré ambos."
Al final de la
semana, ambos hermanos se sentaron en el sofá rodeados de caos controlado
(bueno, más caos que control), riendo de la absurda experiencia. Decidieron que
lo mejor era que cada uno siguiera siendo como era, porque al fin y al cabo,
aunque diferentes, siempre encontrarían la manera de convivir… aunque eso
significara que Pedro seguiría usando calcetines que no coincidían, y Juan
tendría que seguir reorganizando las tazas.
Y así vivieron,
felices, desorganizados y perfectamente imperfectos.
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