Las
Hermanas del Crepúsculo
Margarita y Elena
eran dos hermanas que, aunque compartían la misma sangre, habían llevado vidas
muy diferentes. Margarita, la mayor, había vivido toda su vida en un pequeño
pueblo, rodeada de montañas y árboles centenarios. Era una mujer sencilla, de
manos callosas y alma serena, quien encontraba consuelo en la tierra que
cultivaba y en las historias que contaba a sus nietos.
Elena, en cambio,
se había marchado a la ciudad en su juventud, persiguiendo sueños de grandeza
que nunca llegaron a concretarse. Pasó los años saltando de un trabajo a otro,
construyendo una vida llena de luces artificiales y ruidos constantes. Ahora,
ya en sus setenta, vivía sola en un pequeño apartamento, rodeada de recuerdos
que se acumulaban como el polvo en los rincones.
Aunque las
diferencias entre ellas eran evidentes, había algo que las unía: un lazo
invisible que se estiraba pero nunca se rompía. Se hablaban por teléfono cada
domingo, una costumbre que habían mantenido durante décadas. A veces, las
conversaciones eran cálidas, llenas de risas y recuerdos compartidos. Otras, se
llenaban de silencios incómodos y pequeñas fricciones, nacidas de años de
caminos divergentes.
Un otoño,
Margarita recibió una llamada en mitad de la noche. Era Elena, su voz sonaba
temblorosa, casi un susurro.
—Marga... necesito
verte —dijo, su tono cargado de una urgencia que Margarita nunca había
escuchado antes.
Sin dudarlo,
Margarita tomó el primer tren hacia la ciudad. El viaje fue largo, pero sus
pensamientos lo hicieron aún más pesado. Recordaba las veces en que había
sentido que no entendía a su hermana, las discusiones y las palabras no dichas.
Pero también recordaba los momentos de complicidad, las noches compartiendo
confidencias bajo la luz de una lámpara, cuando aún eran jóvenes y el mundo parecía
estar lleno de posibilidades.
Al llegar al
apartamento de Elena, Margarita la encontró más frágil de lo que recordaba. La
ciudad había sido dura con ella, dejando marcas en su rostro y en su espíritu.
Pero cuando sus ojos se encontraron, todo lo demás dejó de importar.
—Sabes, siempre
pensé que te equivocaste al quedarte en el pueblo —dijo Elena, con una sonrisa
triste—. Pero ahora entiendo que fuiste más sabia que yo.
Margarita no dijo
nada, simplemente se sentó junto a su hermana y tomó su mano. No hacía falta
hablar. El tiempo y la distancia podían haber creado grietas entre ellas, pero
en ese momento, bajo la luz tenue de la tarde que se colaba por la ventana,
esas grietas comenzaron a sanar.
Pasaron los días,
y Margarita se quedó a cuidar de Elena. Cocinaba para ella, la acompañaba al
médico, y sobre todo, escuchaba. Por primera vez en años, Elena se permitió
abrir su corazón, hablar de sus miedos, de los arrepentimientos que había
guardado tan profundamente que ni siquiera sabía que estaban ahí. Margarita la
escuchaba en silencio, ofreciendo consuelo en cada gesto, en cada mirada.
Una noche,
mientras el viento susurraba entre los edificios, Elena se despertó y vio a
Margarita dormida en la silla junto a su cama. Sintió una paz que no había
experimentado en mucho tiempo. La mano de su hermana aún estaba entrelazada con
la suya, como cuando eran niñas y compartían una cama en aquella vieja casa de
su infancia.
Elena supo en ese
momento que no estaba sola, que nunca lo había estado realmente. Margarita siempre
había estado ahí, a pesar de la distancia, a pesar de las diferencias. Y
comprendió que, al final, lo único que importaba era que, en el ocaso de sus
vidas, habían encontrado el camino de vuelta la una hacia la otra.
Cuando Margarita
despertó, encontró a su hermana mirándola con una sonrisa tranquila. No había
palabras necesarias; el silencio entre ellas ahora era cómodo, lleno de
entendimiento. Margarita le devolvió la sonrisa, sabiendo que, aunque el tiempo
se les escapaba entre los dedos, habían encontrado la manera de estar juntas en
el último tramo del camino.
Así, en esa
pequeña habitación de un apartamento en la gran ciudad, dos hermanas volvieron
a ser niñas, compartiendo sus últimos días con el amor y la compañía que
siempre habían anhelado, incluso cuando no sabían cómo pedirlo.
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