jueves, 26 de septiembre de 2024

Las Hermanas del Crepúsculo


 

Las Hermanas del Crepúsculo

Margarita y Elena eran dos hermanas que, aunque compartían la misma sangre, habían llevado vidas muy diferentes. Margarita, la mayor, había vivido toda su vida en un pequeño pueblo, rodeada de montañas y árboles centenarios. Era una mujer sencilla, de manos callosas y alma serena, quien encontraba consuelo en la tierra que cultivaba y en las historias que contaba a sus nietos.

Elena, en cambio, se había marchado a la ciudad en su juventud, persiguiendo sueños de grandeza que nunca llegaron a concretarse. Pasó los años saltando de un trabajo a otro, construyendo una vida llena de luces artificiales y ruidos constantes. Ahora, ya en sus setenta, vivía sola en un pequeño apartamento, rodeada de recuerdos que se acumulaban como el polvo en los rincones.

Aunque las diferencias entre ellas eran evidentes, había algo que las unía: un lazo invisible que se estiraba pero nunca se rompía. Se hablaban por teléfono cada domingo, una costumbre que habían mantenido durante décadas. A veces, las conversaciones eran cálidas, llenas de risas y recuerdos compartidos. Otras, se llenaban de silencios incómodos y pequeñas fricciones, nacidas de años de caminos divergentes.

Un otoño, Margarita recibió una llamada en mitad de la noche. Era Elena, su voz sonaba temblorosa, casi un susurro.

—Marga... necesito verte —dijo, su tono cargado de una urgencia que Margarita nunca había escuchado antes.

Sin dudarlo, Margarita tomó el primer tren hacia la ciudad. El viaje fue largo, pero sus pensamientos lo hicieron aún más pesado. Recordaba las veces en que había sentido que no entendía a su hermana, las discusiones y las palabras no dichas. Pero también recordaba los momentos de complicidad, las noches compartiendo confidencias bajo la luz de una lámpara, cuando aún eran jóvenes y el mundo parecía estar lleno de posibilidades.

Al llegar al apartamento de Elena, Margarita la encontró más frágil de lo que recordaba. La ciudad había sido dura con ella, dejando marcas en su rostro y en su espíritu. Pero cuando sus ojos se encontraron, todo lo demás dejó de importar.

—Sabes, siempre pensé que te equivocaste al quedarte en el pueblo —dijo Elena, con una sonrisa triste—. Pero ahora entiendo que fuiste más sabia que yo.

Margarita no dijo nada, simplemente se sentó junto a su hermana y tomó su mano. No hacía falta hablar. El tiempo y la distancia podían haber creado grietas entre ellas, pero en ese momento, bajo la luz tenue de la tarde que se colaba por la ventana, esas grietas comenzaron a sanar.

Pasaron los días, y Margarita se quedó a cuidar de Elena. Cocinaba para ella, la acompañaba al médico, y sobre todo, escuchaba. Por primera vez en años, Elena se permitió abrir su corazón, hablar de sus miedos, de los arrepentimientos que había guardado tan profundamente que ni siquiera sabía que estaban ahí. Margarita la escuchaba en silencio, ofreciendo consuelo en cada gesto, en cada mirada.

Una noche, mientras el viento susurraba entre los edificios, Elena se despertó y vio a Margarita dormida en la silla junto a su cama. Sintió una paz que no había experimentado en mucho tiempo. La mano de su hermana aún estaba entrelazada con la suya, como cuando eran niñas y compartían una cama en aquella vieja casa de su infancia.

Elena supo en ese momento que no estaba sola, que nunca lo había estado realmente. Margarita siempre había estado ahí, a pesar de la distancia, a pesar de las diferencias. Y comprendió que, al final, lo único que importaba era que, en el ocaso de sus vidas, habían encontrado el camino de vuelta la una hacia la otra.

Cuando Margarita despertó, encontró a su hermana mirándola con una sonrisa tranquila. No había palabras necesarias; el silencio entre ellas ahora era cómodo, lleno de entendimiento. Margarita le devolvió la sonrisa, sabiendo que, aunque el tiempo se les escapaba entre los dedos, habían encontrado la manera de estar juntas en el último tramo del camino.

Así, en esa pequeña habitación de un apartamento en la gran ciudad, dos hermanas volvieron a ser niñas, compartiendo sus últimos días con el amor y la compañía que siempre habían anhelado, incluso cuando no sabían cómo pedirlo.

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