viernes, 27 de septiembre de 2024

La Ciudad de los Susurros


 

La Ciudad de los Susurros

La ciudad de Róseth era conocida por su impresionante arquitectura gótica, con catedrales que parecían rozar el cielo y callejones tan estrechos que el sol apenas lograba colarse entre ellos. Sin embargo, lo que más destacaba de Róseth no era su belleza, sino un silencio sepulcral que lo envolvía todo a partir del anochecer. Los pocos turistas que llegaban a la ciudad solían marcharse al amanecer, perturbados por la atmósfera inquietante que se apoderaba del lugar cuando el sol se ocultaba.

Marta era una periodista de investigación que había escuchado los rumores sobre Róseth y decidió ir en busca de una buena historia. Su trabajo la había llevado a muchos lugares extraños, pero nunca había sentido la incomodidad que la invadió al cruzar las fronteras de la ciudad. Había algo en el aire, un peso invisible que oprimía el pecho, haciendo que la respiración se sintiera más lenta, más densa.

El primer día, Marta recorrió las calles durante el día, tomando fotografías y hablando con los pocos residentes que accedían a cruzarse en su camino. Todos parecían normales, pero había un brillo extraño en sus ojos, como si escondieran un secreto demasiado grande para compartir. Las respuestas eran breves, y cada vez que mencionaba el anochecer, las miradas se volvían evasivas, y los rostros palidecían.

“Después del anochecer, no salgas,” le dijo una anciana en la plaza del mercado, la única que pareció atreverse a dar un consejo. Marta intentó sonsacar más información, pero la mujer se marchó rápidamente, murmurando algo ininteligible.

Esa noche, Marta se instaló en el único hotel de la ciudad, un edificio antiguo y majestuoso, con largos corredores adornados con retratos de rostros anónimos. La recepcionista, una mujer joven y nerviosa, le entregó la llave de su habitación sin hacer contacto visual.

—¿Hay algo de qué preocuparse por la noche? —preguntó Marta, intentando sonar casual.

La recepcionista vaciló antes de responder.

—Solo... no abra la ventana, por favor. Y si escucha algo... no lo siga.

La advertencia era lo suficientemente vaga como para ser inquietante, pero Marta, siendo escéptica por naturaleza, lo atribuyó a las supersticiones locales.

Se instaló en su habitación y comenzó a revisar las notas del día. El silencio en el hotel era casi opresivo; no se escuchaban ni los pasos de otros huéspedes, ni el zumbido de las cañerías. Solo el tic-tac de un reloj lejano rompía la quietud, marcando el paso del tiempo de manera casi burlona.

Cerca de la medianoche, mientras Marta revisaba sus fotos, un susurro apenas audible rozó su oído. Se detuvo, congelada. El sonido no se repitió, pero dejó una sensación de incomodidad en su piel, como si hubiera sido tocada por algo invisible.

Ignorando el escalofrío, Marta continuó trabajando, pero el susurro volvió, esta vez más fuerte y más claro. Parecía provenir de la ventana. Con el corazón latiendo con fuerza, se levantó y se acercó lentamente. No había nadie afuera, solo la oscuridad y la calle vacía. Sin embargo, el susurro continuaba, pronunciando su nombre con una suavidad que la aterrorizó.

—Marta... ven...

Ella retrocedió, asustada, pero algo dentro de ella, una curiosidad malsana, la empujó a acercarse de nuevo. A medida que se acercaba más, pudo ver algo en la oscuridad, una figura que parecía materializarse desde las sombras. No tenía rostro, solo una forma vaga y siniestra que la observaba fijamente.

El susurro se transformó en un coro de voces, todas susurrando su nombre, todas llamándola. Sintió una presión en el pecho, como si algo estuviera tirando de su alma hacia esa oscuridad.

De repente, recordó la advertencia de la recepcionista. Con un esfuerzo casi sobrehumano, Marta dio un paso atrás y cerró las cortinas de golpe. Las voces se silenciaron al instante, dejando solo el sonido de su respiración agitada y el latido frenético de su corazón.

Esa noche, no durmió. Permaneció sentada en la cama, con la mirada fija en la ventana, temiendo que en cualquier momento las cortinas se abrieran por sí solas y las voces volvieran.

Al amanecer, Marta dejó la ciudad. Se marchó sin mirar atrás, con la sensación de que había escapado de algo mucho peor que la muerte. Nunca escribió el artículo sobre Róseth. Ni siquiera habló de lo que sucedió. Pero en las noches tranquilas, cuando el silencio se volvía demasiado profundo, a veces creía escuchar aquellos susurros lejanos, llamándola desde las sombras, recordándole que en Róseth, la oscuridad tenía voz, y nunca olvidaba a quienes la escuchaban.

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