La Ciudad
de los Susurros
La ciudad de
Róseth era conocida por su impresionante arquitectura gótica, con catedrales
que parecían rozar el cielo y callejones tan estrechos que el sol apenas
lograba colarse entre ellos. Sin embargo, lo que más destacaba de Róseth no era
su belleza, sino un silencio sepulcral que lo envolvía todo a partir del
anochecer. Los pocos turistas que llegaban a la ciudad solían marcharse al
amanecer, perturbados por la atmósfera inquietante que se apoderaba del lugar
cuando el sol se ocultaba.
Marta era una periodista
de investigación que había escuchado los rumores sobre Róseth y decidió ir en
busca de una buena historia. Su trabajo la había llevado a muchos lugares
extraños, pero nunca había sentido la incomodidad que la invadió al cruzar las
fronteras de la ciudad. Había algo en el aire, un peso invisible que oprimía el
pecho, haciendo que la respiración se sintiera más lenta, más densa.
El primer día,
Marta recorrió las calles durante el día, tomando fotografías y hablando con
los pocos residentes que accedían a cruzarse en su camino. Todos parecían
normales, pero había un brillo extraño en sus ojos, como si escondieran un
secreto demasiado grande para compartir. Las respuestas eran breves, y cada vez
que mencionaba el anochecer, las miradas se volvían evasivas, y los rostros
palidecían.
“Después del
anochecer, no salgas,” le dijo una anciana en la plaza del mercado, la única
que pareció atreverse a dar un consejo. Marta intentó sonsacar más información,
pero la mujer se marchó rápidamente, murmurando algo ininteligible.
Esa noche, Marta
se instaló en el único hotel de la ciudad, un edificio antiguo y majestuoso,
con largos corredores adornados con retratos de rostros anónimos. La
recepcionista, una mujer joven y nerviosa, le entregó la llave de su habitación
sin hacer contacto visual.
—¿Hay algo de qué
preocuparse por la noche? —preguntó Marta, intentando sonar casual.
La recepcionista
vaciló antes de responder.
—Solo... no abra
la ventana, por favor. Y si escucha algo... no lo siga.
La advertencia era
lo suficientemente vaga como para ser inquietante, pero Marta, siendo escéptica
por naturaleza, lo atribuyó a las supersticiones locales.
Se instaló en su
habitación y comenzó a revisar las notas del día. El silencio en el hotel era
casi opresivo; no se escuchaban ni los pasos de otros huéspedes, ni el zumbido
de las cañerías. Solo el tic-tac de un reloj lejano rompía la quietud, marcando
el paso del tiempo de manera casi burlona.
Cerca de la
medianoche, mientras Marta revisaba sus fotos, un susurro apenas audible rozó
su oído. Se detuvo, congelada. El sonido no se repitió, pero dejó una sensación
de incomodidad en su piel, como si hubiera sido tocada por algo invisible.
Ignorando el
escalofrío, Marta continuó trabajando, pero el susurro volvió, esta vez más
fuerte y más claro. Parecía provenir de la ventana. Con el corazón latiendo con
fuerza, se levantó y se acercó lentamente. No había nadie afuera, solo la
oscuridad y la calle vacía. Sin embargo, el susurro continuaba, pronunciando su
nombre con una suavidad que la aterrorizó.
—Marta... ven...
Ella retrocedió,
asustada, pero algo dentro de ella, una curiosidad malsana, la empujó a
acercarse de nuevo. A medida que se acercaba más, pudo ver algo en la
oscuridad, una figura que parecía materializarse desde las sombras. No tenía
rostro, solo una forma vaga y siniestra que la observaba fijamente.
El susurro se
transformó en un coro de voces, todas susurrando su nombre, todas llamándola.
Sintió una presión en el pecho, como si algo estuviera tirando de su alma hacia
esa oscuridad.
De repente,
recordó la advertencia de la recepcionista. Con un esfuerzo casi sobrehumano,
Marta dio un paso atrás y cerró las cortinas de golpe. Las voces se silenciaron
al instante, dejando solo el sonido de su respiración agitada y el latido frenético
de su corazón.
Esa noche, no
durmió. Permaneció sentada en la cama, con la mirada fija en la ventana,
temiendo que en cualquier momento las cortinas se abrieran por sí solas y las
voces volvieran.
Al amanecer, Marta
dejó la ciudad. Se marchó sin mirar atrás, con la sensación de que había
escapado de algo mucho peor que la muerte. Nunca escribió el artículo sobre
Róseth. Ni siquiera habló de lo que sucedió. Pero en las noches tranquilas,
cuando el silencio se volvía demasiado profundo, a veces creía escuchar
aquellos susurros lejanos, llamándola desde las sombras, recordándole que en
Róseth, la oscuridad tenía voz, y nunca olvidaba a quienes la escuchaban.
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