No vi Masterchef, pero en una comida con mi cuadrilla a
primeros de noviembre varios me relataron episodios con Verónica Forqué de
por medio y por sus palabras se deducía claramente que la excelente actriz y
cómica pasaba por evidentes problemas mentales o cuando menos por serios
desajustes. No hice mucho más caso, la verdad, puesto que por desgracia es el
pan de cada día en nuestra sociedad y, a lo que se ve, una situación que se da
con bastante asiduidad en el mundo del espectáculo, más dado tal vez que otros
a que se puedan generar desequilibrios. El caso es que poco después Forqué se
bajaba en marcha del programa y hace unos días se quitaba la vida, agotada de
sufrir, que es lo que normalmente lleva al suicidio a la mayoría de quienes
tienen la valentía de hacerlo. El asunto es que luego te queda el pésimo sabor
de boca no ya solo por la propia actriz, que ha sido una clásica en nuestras
pantallas desde los 80 –recuerdo con especial cariño las noches de los 90
viendo Pepa y Pepe–, sino porque una persona así, en ese estado,
fuese admitida para aparecer ante millones de personas y, en segundo término,
por el daño que se le hizo desde las redes sociales, que en muchos casos se le
lanzaron al cuello con ataques furibundos por su comportamiento. Una persona
poco en sus cabales puesta en un escaparate, tirando por la borda una imagen de
40 años y a los pies de los caballos de la borregada que bajo el anonimato
escupe sus mierdas y su ira en las redes. Un cóctel tremendo. Evidentemente,
tras un suicidio hay causas múltiples y por supuesto las depresiones que ella
misma reconocía tener hacía años son la clave, pero seguro que bien no le hizo
esa exposición que nunca debió de haberse producido. No es solo ya que tengas
que sentir aún vergüenza por contar que tienes ansiedad o depre o que pasas una
mala temporada, es que en televisión se hace caja con ello.
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