martes, 22 de enero de 2019

Los millennial



la obsesión con el éxito profesional, la volátil del mercado laboral, la presión paterna, el autoempleo, la ambición, la necesidad de estar siempre conectado con el mundo y siempre a disposición del cliente o el empleador, de hacer de sí mismo una marca, la imposibilidad de ahorrar y demás males asociados al mercado laboral en la penúltima reinvención del sistema capitalista, ha provocado que toda una generación cuya franja más adulta apenas acaba de cumplir los 35 se haya ya desgastado hasta el punto de no diferenciar lo urgente de lo importante. Todo lo es.

A pesar de dar escasas satisfacciones y menos dinero, trabajar con el fin de realizarse es lo único que importa, lo único a lo que vale la pena entregar el cuerpo, el alma y las horas que haga falta. Los millennials están cansados, estresados, agobiados, sobrepasados. Como casi todos. La diferencia es que lo suyo parece no tener remedio, pues han sido entrenados para optimizarlo todo… menos ellos mismos y su vida personal. Entonces, cuenta Petersen, cada vez que son más eficaces en sus trabajos, lo son menos en sus vidas privadas. Y cada vez que son más eficaces, sus jefes se vienen más arriba y les piden más sin darles nada extra.

Este círculo vicioso ha propulsado toda una industria destinada a aliviar esta condición de persona quemada. Desde los libros de autoayuda hasta el yoga, pasando por gente tan indeseable como Marie Kondo, el colmo de la perversión de esta maquinaria que ofrece curar el estrés fuera del trabajo con una sonrisa y soluciones estéticas a problemas estructurales. Kondo es la cara maléfica de esta patología: ordena y serás feliz; tira cosas y serás feliz; céntrate y serás feliz. Vete a paseo Marie Kondo.

El caso es que hace solo 10 años, cuando explotó la crisis, empezaron a surgir como champiñones historias de brokers, abogados y empresarios varios que habían decidido dejarlo todo para dedicarse a hacer zapatos a mano, bicicletas a mano o sombreros a mano. Todos podíamos salir de la espiral consumista, de la adicción al trabajo, de la maldad del sistema para cumplir nuestros sueños más íntimos, o incluso los que jamás habíamos sabido que teníamos. El lugar común de la reinvención sincera y bondadosa es una trampa ridícula.

Solo el que ha estado ganando suficiente con el sistema puede salirse de él para entrar otra vez por una puerta más pequeña pero más bonita, con su narrativa y sus cosas de anuncio protagonizado por un barbudo. Esta generación no va a tener esta posibilidad porque sus trabajos cada vez están peor pagados, piden más dedicación y, mucho peor, en demasiadas ocasiones se parecen demasiado al trabajo que se había soñado. Uno se hace broker para ganar dinero, o porque, simplemente, le gusta ganar. Las dos adicciones son reversibles. Uno se hace periodista en una web porque le gusta esto y si termina trabajando en una web de periodista, dejarlo porque llega un ERE para ponerse de aprendiz en el taller de zapatería artesana de un exbroker no es una salida sexi, es la aceptación de una derrota.

Nuestra capacidad para quemarnos y seguir trabajando es nuestro mayor valor [para las empresas]”, escribe Petersen hacia el final de su ensayo. Así, la autora no halla posible salida a esta condición en el marco capitalista actual. Debe cambiarse la legislación, debe aumentar el activismo, si no, todo seguirá igual, argumenta. Las empresas no van a cambiar esto, porque ellas lo han provocado, primero creando la idea de que el trabajo desregulado es libertad, que las horas extra son el camino hacia la realización completa, que la vida privada es una extensión de la vida profesional, que si no lo haces tú por 20 euros, afuera hay 200 personas dispuestas a hacerlo por 10…

Llevo en mi bolsa un papel de Hacienda que hace una semana debía haber entregado. He de llamar para cancelar una tarjeta de crédito porque me colocaron una igual en el aeropuerto y para qué demonios quiero yo dos iguales si el dinero que tengo en el banco raramente alcanza las cuatro cifras. Aún no he gestionado Madrid Central para una moto que he tardado un año en traerme de Barcelona. Aún no he encontrado el momento para hacerle el seguro. Tengo más de 40 años. ¿Y por qué, entonces, lo de los millennials debe ser distinto de mi holgazanería terminal?

Pues básicamente la diferencia se halla en que yo estoy entregando este texto dos días tarde. Un millennial lo hubiese entregado un día antes.

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