Quince minutos de gritos y terror: la tragedia olvidada
que tortura a un pueblo de Zamora
El 9 de enero de 1959 reventó la presa de
Vega de Tera, en Sanabria. Arrasó el pueblo de Ribadelago y mató a 144 de sus
532 habitantes. Aún hoy, el suceso pesa como una maldición
"Las gentes que pueden abandonan sus hogares desnudas, semidesnudas
y sin pertenencias; y aterrorizadas huyen de la muerte buscando el campanario,
los tejados, las copas de los árboles y la altura de los peñascos que, por
suerte, abundan por doquier en Ribadelago. En uno y otro barrio los supervivientes se
desgañitan gritando a los demás que se salven; al tiempo que
sienten cómo se derrumban o desaparecen tras de sí, o en torno suyo, viviendas
y edificios. Son momentos críticos, angustiosos, en los que la desesperación
humana se entremezcla con los espeluznantes bramidos y balidos de cientos de
animales que permanecen atrapados en las cuadras sin ninguna salvación".
Así narra José Antonio García Díez en su libro
'Tragedia de Vega de Tera' los 15 minutos más angustiosos que haya vivido un
pueblo en España desde la Guerra Civil. En ese tiempo, un torrente de ocho millones de
m³ de agua engulló la pequeña aldea de Ribadelago y se llevó
pendiente abajo la vida de 144 personas. Todo comenzó con un estruendo enorme.
Eran las 00:24 del 9 de enero de 1959. La presa de Vega de Tera, en la comarca
de Sanabria (Zamora), acababa de reventar.
Tras la explosión, los
habitantes de Ribadelago que todavía seguían despiertos empezaron a oír un
murmullo que con el paso de los minutos se volvió más insistente. De pronto,
las bombillas dejaron de funcionar y todo quedó a oscuras. Algunos pensaron que
el siseo era fruto de las ráfagas de viento helado que llevaban todo el día
azotando el pueblo. Pero salieron a la calle y los árboles no se movían. Otros
sentían el suelo vibrar bajo sus pies, pero no tenían recuerdo jamás de un
terremoto. "¡La
presa se ha roto! ¡La presa se ha roto!",
empezaron a gritar los vecinos cuando el agua se comenzó a acumular tras el
puente sobre el río Tera. Durante cinco minutos, ejerció de tapón debido a los
árboles y cascotes atrancados. Cinco minutos. Ese fue el tiempo que el destino
concedió a los habitantes de Ribadelago para salvar sus vidas.
Cuando el puente finalmente cedió, el agua
tomó las calles. Primero a la altura de los tobillos, luego hasta las rodillas,
pronto a la altura de los tejados. Muchos ancianos se negaron a moverse,
resignados, pues no tenían fuerzas para correr. Las madres agarraban a sus hijos y buscaban refugio en
la enorme roca donde se elevaba el campanario. Otros muchos se quedaron en sus
casas, paralizados por la furia del agua, incapaces de movilizar en apenas unos
minutos a toda la familia. Los que tuvieron la suerte de vivir en las zonas
elevadas, sobrevivieron. Los que no, fallecieron. Cinco metros de altura
decidían si uno moría o vivía. Quienes quedaron atrapados en mitad de la calle
se esfumaron para siempre. Casi
todos los 144 fallecidos fueron arrastradosjunto a
casas, árboles y ganado por la pendiente del río Tera hasta el lago de
Sanabria, 500 metros más abajo. Allí yacen todavía 116 cadáveres, bajo el lodo,
en el fondo del lago
"Las
gentes que pueden abandonan sus hogares desnudas, semidesnudas y sin
pertenencias; y aterrorizadas huyen de la muerte buscando el campanario, los
tejados, las copas de los árboles y la altura de los peñascos que, por suerte,
abundan por doquier en Ribadelago. En uno y otro barrio los
supervivientes se desgañitan gritando a los demás que se salven;
al tiempo que sienten cómo se derrumban o desaparecen tras de sí, o en torno
suyo, viviendas y edificios. Son momentos críticos, angustiosos, en los que la
desesperación humana se entremezcla con los espeluznantes bramidos y balidos de
cientos de animales que permanecen atrapados en las cuadras sin ninguna
salvación". Así narra José Antonio García Díez en
su libro 'Tragedia de Vega de Tera' los 15 minutos más angustiosos que haya
vivido un pueblo en España desde la Guerra Civil. En ese tiempo, un
torrente de ocho millones de m³ de agua engulló la pequeña aldea de
Ribadelago y se llevó pendiente abajo la vida de 144
personas. Todo comenzó con un estruendo enorme. Eran las 00:24 del 9 de enero
de 1959. La presa de Vega de Tera, en la comarca de Sanabria (Zamora), acababa
de reventar.
Tras la
explosión, los habitantes de Ribadelago que todavía seguían despiertos
empezaron a oír un murmullo que con el paso de los minutos se volvió más
insistente. De pronto, las bombillas dejaron de funcionar y todo quedó a
oscuras. Algunos pensaron que el siseo era fruto de las ráfagas de viento
helado que llevaban todo el día azotando el pueblo. Pero salieron a la calle y
los árboles no se movían. Otros sentían el suelo vibrar bajo sus pies, pero no
tenían recuerdo jamás de un terremoto. "¡La presa se ha roto! ¡La
presa se ha roto!", empezaron a gritar los vecinos cuando
el agua se comenzó a acumular tras el puente sobre el río Tera. Durante cinco
minutos, ejerció de tapón debido a los árboles y cascotes atrancados. Cinco
minutos. Ese fue el tiempo que el destino concedió a los habitantes de
Ribadelago para salvar sus vidas.
En
el fondo del lago de Sanabria, bajo el lodo, aún yacen 116 cadáveres
Cuando
el puente finalmente cedió, el agua tomó las calles. Primero a la altura de los
tobillos, luego hasta las rodillas, pronto a la altura de los tejados. Muchos
ancianos se negaron a moverse, resignados, pues no tenían fuerzas para correr. Las
madres agarraban a sus hijos y buscaban refugio en la
enorme roca donde se elevaba el campanario. Otros muchos se quedaron en sus
casas, paralizados por la furia del agua, incapaces de movilizar en apenas unos
minutos a toda la familia. Los que tuvieron la suerte de vivir en las zonas
elevadas, sobrevivieron. Los que no, fallecieron. Cinco metros de altura
decidían si uno moría o vivía. Quienes quedaron atrapados en mitad de la calle
se esfumaron para siempre. Casi todos los 144 fallecidos
fueron arrastradosjunto a casas, árboles y ganado por la
pendiente del río Tera hasta el lago de Sanabria, 500 metros más abajo. Allí
yacen todavía 116 cadáveres, bajo el lodo, en el fondo del lago.
60 años de tortura
"Nuestros hermanos resucitarán e irán al lugar que Jesús
les ha reservado junto al Padre", dice el párroco de Ribadelago Nuevo, el
poblado que fue construido junto a las ruinas para albergar a los
supervivientes. Son las 13:00 del 9 de enero de 2019 y en la iglesia se celebra
la tradicional misa de recuerdo a las víctimas, que este año alcanza su 60
aniversario. Este es el
momento de mayor recogimiento del año en el pueblo, y
también el día en que sus gentes, en especial los supervivientes de la
tragedia, se animan a hablar de un asunto que les lleva torturando toda la
vida.
Seis décadas han pasado, pero en los bancos de la iglesia las personas
sollozan. José Antonio Fernández perdió a
nueve familiares. Abuelos, tíos y primos desaparecieron con las aguas. Sus
padres y él, entonces solo un niño de cinco años de edad, se salvaron por algo
tan trivial como la ubicación de su hogar. "La catástrofe hundió a mis
padres, lo hemos pasado muy mal. Es algo que todos los supervivientes
llevaremos con nosotros mientra vivamos", dice emocionado.
La rotura de la presa de Vega de Tera es el episodio más negro de la
España de los pantanos de Franco. Solo dos años antes, el dictador había bendecido el embalse
y la central hidroeléctrica que gestionaba la empresa Moncabril. El NODO dedicó
uno de sus noticieros a elogiar las enormes turbinas y el gran beneficio que
ese pantano iba a suponer para la producción eléctrica nacional, muy mermada
todavía en aquellos años de miseria previos al desarrollismo
"Tenían prisa por empezar a producir kilovatios. Todos sabían que
la presa no estaba terminada, que tenía fisuras, pero aun así la colmaron de
agua. Aquello fue un disparate", dice Avelino Puente, que contaba
entonces 14 años y perdió a su hermana en el suceso. "El encargado de la
obra, un tal Sousa, era un borracho. Le daba todo igual. '¡Que nadie pare!',
decía cuando le avisaban de que la presa perdía. Hicieron los contrafuertes con
cemento y mampostería barata, aún se pueden ver los materiales si uno se acerca al punto
donde reventó. Esto es un crimen por el que nadie ha pagado las
consecuencias", suspira.
La
Audiencia de Zamora juzgó a los directivos de la hidroeléctrica Moncabril y les
condenó a un
año de cárcel menor por imprudencia temeraria, por
lo que ninguno entró en prisión. Los ingenieros fueron indultados. El régimen
quiso sepultar el episodio en el baúl del olvido, no sin antes exprimir hasta
la última gota de propaganda positiva posible. Y aunque parezca mentira, la
hubo.
Durante los días y semanas siguientes a la catástrofe, que
finalmente fue atribuida a las copiosas lluvias de aquella primera semana de
1959, el NODO celebró el "afecto sincero y gran amistad que une en estos
momentos presentes a España y Norteamérica" al calor de los camiones de
ayuda humanitaria y ambulancias que la embajada de Estados Unidos envió en los
días posteriores a la tragedia a Ribadelago. Leche en polvo, mantas, comida deshidratada,
personal sanitario, tiendas de campaña… Estados Unidos se tomó aquel episodio
como lo que en realidad era: una catástrofe humanitaria en un país
subdesarrollado.
Condenados a la miseria
Franco nunca pisó Ribadelago para ofrecer sus condolencias.
Tampoco lo hizo Juan Carlos I en sus años como jefe de Estado, ni lo ha hecho
todavía Felipe VI. Eso sí, el dictador quiso ofrecer su magnanimidad bautizando
al nuevo poblado, construido 500 metros más arriba en un emplazamiento más
seguro, con el nombre de Ribadelago
de Franco. Así se llamó hasta septiembre de 2018, cuando por cumplimiento
de la Ley de Memoria Histórica fue denominado Ribadelago Nuevo. "Lo del
lugar seguro fue una mentira más.Hicieron
el pueblo en
el lugar más barato posible y con los materiales de peor
calidad que pudieron. Nos habían prometido que iban a donarnos las casas, pero
al final tuvimos que pagarlas. Muchas familias ni las querían. Al poco tiempo
regresaron a sus terrenos en Ribadelago antiguo, que es donde querían
estar", explica César, otro de los pocos supervivientes.
La
leche en polvo americana siguió llegando por años al pueblo arrasado. Porque si
la recóndita comarca de Sanabria ya era pobre en plena posguerra antes de la
rotura de la presa, después era llanamente un pozo de miseria. Solo aquellos
que tenían algo de ganado y lo habían podido salvar de las aguas pudieron tirar
adelante. La agricultura fue imposible durante varios años debido a las
toneladas de lodo acumulado.
Quienes
mejor sobrevivían eran la veintena de familias que dependían de la
hidroeléctrica Moncabril, que siguió funcionando en lo alto del cerro. Manoli Alonso nació en diciembre de
1959, hija de un operario de la hidroeléctrica y fruto del singular 'baby boom'
que vivió Ribadelago en 1959 y 1960, con más de 30 nacimientos. "Teníamos
la suerte de tener un sueldo fijo, el de mi padre, pero aun así yo recuerdo
criarme con leche en polvo que nos donaban. Fueron años de mucha miseria, pero
también de ayudarnos todos en lo que podíamos. El pueblo se unió tras la
catástrofe, al menos en los primeros años".
Pero tras esos años llegaron el mal ambiente, las miradas,
las envidias a quienes lograban sacar la cabeza del pozo. "Aquí se
repartió mucho dinero en donaciones y ese dinero no llegó a Ribadelago. O se
quedó en unas pocas manos. Podríamos hablar mucho de eso, pero es mejor no
remover, es mejor…", se corta Avelino, que quiere desahogarse pero echa el
freno. "A río revuelto, ganancia de pescadores. Se cometieron muchos
abusos, para empezar, intentaron regatear las indemnizaciones con las familias
más pobres", suelta Ventura Puente, uno de los pocos
que nunca emigraron. Unas familias fueron agraciadas con casas grandes y de
buenos materiales, otras con casas peores. Unos prosperaron con los años por
medios que nadie conocía, otros nunca llegaron a recibir indemnizaciones por
sus muertos. Un pago que se hizo como si fuera ganado: 90.000 pesetas por
hombre fallecido, 60.000 por mujer y 25.000 por cada niño.
Las rencillas conviertieron Ribadelago en un lugar doblemente maldito,
solo aliviado por la diáspora de familias que ante un porvenir lleno de miseria
y miradas torvas decidieron emigrar, principalmente al País Vasco y Madrid.
Antes de la rotura de la presa, Ribadelago era un pueblo de 532 habitantes y
cierta esperanza en el futuro. Tras la rotura, se convirtió en un cementerio de almas en pena. Con el paso de
las décadas, el despegue del turismo en la comarca de Sanabria, convertida hoy
en parque natural, ha dado algo de oxígeno a estas escarpadas gargantas, origen
de multitud de leyendas y supersticiones. Hoy, los turistas se detienen
curiosos ante la estatua de bronce de una madre con su pequeño que honra a los
bravos supervivientes sobre una placa con los 144 nombres de los fallecidos,
pero nada más.
En
2009, en la conmemoración del 50 aniversario de la tragedia, Ribadelago pareció
Hollywood. Políticos engalanados y promesas lanzadas al viento que hoy se saben
incumplidas. José
Manuel Prieto, alcalde de Galende, la cabecera municipal, así lo recordó ayer
frente a los 60 supervivientes y descendientes congregados para la efeméride:
"Primero iban a hacer aquella obra faraónica de medio millón de euros que
nos ilusionó a todos para acoger el Museo de la Memoria. Después se acordó de
160.000 euros. Y muy buenas palabras, pero nos han dado con todas las puertas
en las narices. Quiero dejar claro el desencanto de este pueblo. La sociedad y las instituciones tienen una deuda con Ribadelago y
seguiremos luchando para hacer justicia".
Es posible que las ayudas al desarrollo de Ribadelago lleguen,
si es que llegan, demasiado tarde. En Ribadelago Nuevo hay 85 habitantes
censados y tres menores de edad. En el Ribadelago antiguo, 30 censados y un
único niño. El
90% de sus gentes son jubilados. En las callejuelas del pueblo
antiguo, junto a la roca del campanario que salvó varias docenas de vidas, una
de las pocas vecinas mueve la cabeza. "Aquí ya solo acudimos a funerales,
ni me acuerdo del último bautizo. En 10 años, se nos muere el pueblo".
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