La Lluvia
Verde sobre Pamplona
Eran las primeras
horas de la madrugada cuando las luces de Pamplona empezaron a parpadear. La
ciudad, adormecida tras una jornada común, no se preparaba para lo que estaba a
punto de ocurrir. Mientras algunos aún disfrutaban de las últimas copas en los bares
del Casco Viejo, otros se refugiaban del frío en sus casas, ignorantes del
hecho de que esa noche no sería como ninguna otra.
El cielo sobre
Navarra estaba despejado hasta que una extraña tonalidad verde comenzó a
teñirlo. Al principio, quienes lo notaron pensaron que era una aurora boreal,
algo que jamás se había visto tan al sur. Pero no, no era un fenómeno natural.
La lluvia comenzó a caer, pero no era agua. Era una sustancia viscosa y
fluorescente, que al contacto con la piel generaba una ligera vibración.
Pronto, las calles de Pamplona se cubrieron de ese líquido extraño, mientras
las luces seguían intermitentes y una inquietante sensación de ser observado
invadía a los pocos transeúntes que quedaban.
El primer contacto
visual ocurrió en la Plaza del Castillo. Un grupo de amigos que salía de un bar
lo vio. Una esfera metálica, flotando a unos metros sobre el suelo,
completamente silenciosa. Sus superficies reflejaban las luces de la ciudad con
un brillo cegador. De su interior emergieron sombras, formas humanoides, pero
no del todo humanas. Altos, delgados, con extremidades que parecían alargarse y
encogerse al moverse, y cabezas desprovistas de facciones. Sus ojos, si es que
lo eran, brillaban con una intensidad hipnótica, mientras observaban detenidamente
cada rincón de la ciudad.
Pamplona, conocida
por sus bulliciosos encierros y sus festividades, ahora era el escenario de una
caza sin precedentes. Los habitantes que se atrevían a salir de sus casas o
eran sorprendidos en la calle eran atrapados por esas criaturas, arrastrados
hacia la oscuridad y nunca más vistos. Se movían sin hacer ruido, deslizándose
como sombras, proyectando una presencia opresiva en cada callejón.
A medida que la
invasión avanzaba, la situación se volvía más desesperante. Nadie sabía cómo
comunicarse con los invasores, y el miedo se apoderaba de todos. Las
autoridades no sabían qué hacer. La Guardia Civil intentó intervenir, pero sus
armas eran inútiles. Las balas rebotaban inofensivamente contra las criaturas
metálicas, que parecían disfrutar de la impotencia humana.
Un pequeño grupo
de ciudadanos, encabezado por un profesor de física de la Universidad de
Navarra llamado Martín, decidió actuar. Martín había sido testigo de la primera
aparición en la Plaza del Castillo y desde entonces había estado observando
patrones en los movimientos de las criaturas. Descubrió que se comunicaban
mediante pulsos de luz y sonidos apenas audibles. Convencido de que había una
forma de repelerlos, organizó un refugio improvisado en el sótano de una
iglesia en desuso.
Usando tecnología
rudimentaria y antiguos escritos sobre ondas de frecuencias, Martín logró crear
un dispositivo que emitía pulsaciones a una frecuencia que las criaturas
parecían evitar. Con ese aparato, comenzaron a recorrer la ciudad en busca de
supervivientes, logrando mantener a las criaturas a raya, al menos
temporalmente.
El verdadero
desafío llegó cuando descubrieron la nave nodriza. Estaba enterrada bajo el
suelo, justo en los antiguos túneles que recorren Pamplona. Siempre había
rumores de que esos túneles se usaban para contrabandear o para otros
propósitos oscuros, pero ahora se revelaba su verdadero propósito: eran el
epicentro de la invasión.
Martín y su equipo
sabían que tenían que actuar rápido. La nave, oculta durante milenios, estaba
despertando completamente, y el cielo sobre Pamplona seguía tiñéndose de verde,
como un presagio del fin.
La última
confrontación ocurrió en la entrada de los túneles. Usando el dispositivo de
Martín, lograron entrar en la nave. Allí, descubrieron algo inesperado. Los
extraterrestres no eran invasores en el sentido tradicional. Eran antiguos
habitantes del planeta, que habían estado en letargo bajo la Tierra desde
tiempos inmemoriales. Pamplona, y Navarra en su conjunto, había sido uno de los
primeros lugares de asentamiento de esta especie.
El objetivo de los
seres no era conquistar, sino recuperar lo que alguna vez fue suyo. Pero
Martín, armado con su conocimiento científico y un profundo respeto por la
humanidad, logró comunicarse con ellos a través del dispositivo. Tras horas de
tensa negociación, las criaturas comprendieron que el mundo había cambiado y
que ya no podían reclamar la Tierra como suya. En un acto de extraña compasión,
accedieron a abandonar el planeta, pero no sin antes advertir que algún día
volverían.
Cuando la nave
despegó desde las entrañas de Pamplona, el cielo verde comenzó a disiparse. Las
calles se vaciaron de esa lluvia viscosa, y las luces dejaron de parpadear. La
ciudad volvía lentamente a la normalidad, aunque los pocos que sabían lo que
realmente había pasado nunca olvidarían aquella noche.
Pamplona, desde
entonces, sería conocida no solo por sus encierros, sino como la ciudad que una
vez enfrentó a los antiguos habitantes de la Tierra... y sobrevivió.