Pobre Krikalev, el
cosmonauta que una URSS terminal abandonó en el espacio
El 4 de octubre de 1991 nadie vino a relevar al cosmonauta
soviético Sergei Krikalev en la estación espacial Mir. Llevaba casi cinco meses
a más de 300 kilómetros de la superficie terrestre y le habían avisado unos
días antes desde la base de Kaliningrado de que habían
tenido que posponer la llegada del hombre que debía sustituirle
por escasez de fondos y una serie de
tejemanejes burocráticos. Y aunque él no lo sabía todavía,
también porque a la Unión Soviética le quedaban dos telediarios
—colapsó dos meses después— y el Gobierno tenía cosas más urgentes en agenda
que traer a un cosmonauta de vuelta a la Tierra. Y así, Krikalev se quedó
varado en el espacio.
En la última mitad
de 1991, los acontecimientos políticos en la URSS se habían precipitado: si en
junio de ese mismo año los rusos habían acudido a las urnas para elegir al
presidente del nuevo Parlamento ruso, el 19 de agosto los medios de
comunicación informaron del avance de tanques hacia la Plaza Roja en un
intento de golpe de Estado para deponer a Mijaíl Gorbachov de la presidencia de la URSS y evitar
que continuase el deterioro de la potencia comunista. Y a pesar del fracaso del
golpe, el intento alentó a los 'soviets supremos' de algunas repúblicas a
declarar la independencia, clavándole la puntilla al gigante
euroasiático: el 25 de diciembre de 1991, Gorbachov anunció su
dimisión como presidente de la URSS, el Kremlin arrió la bandera de la hoz y el
martillo y la sustituyó por la bandera tricolor con reminiscencias zaristas. Y
en pleno colapso, a más de 300 kilómetros de la superficie terrestre, Krikalev
se convertía en el "último ciudadano soviético", "el hombre
abandonado en el Cosmos", "el rehén del espacio".
Esta astracanada kafkiana es la inspiración de la película 'Sergio y Serguéi', del cubano Ernesto Daranas, que
cuenta con la participación de Ron Perlman como actor y productor ejecutivo y que tras
su paso por la XXI edición del Festival de Málaga ha aterrizado este
fin de semana en la cartelera española. Pero, ¿cuánto hay de ficción y cuánto
de realidad en este relato de intrigas internacionales, carreras espaciales y
astronautas a la deriva?
Lo sentimos, no
hay relevo
Krikalev había despegado el 19 de mayo de 1991
desde el cosmódromo de Baikonur —en la actual Kazajistán— junto a su
compatriota —en ese momento— Anatoli Artsebarski y con la británica
Helen Sharman, "la primera mujer no soviética o
estadounidense que ascendía al espacio", según cuenta el escritor y
periodista bonaerense Hugo Montero en 'Perdidos en el espacio'. Los tres volaron juntos hasta la Mir
(cuyo nombre, en ruso, significa 'paz'), una estructura cuyo módulo principal
medía 15 metros de largo y pesaba 89 toneladas. "Contaba con otros cinco
módulos acoplados, para sumar un total de 400 metros cúbicos de superficie.
Estaba en órbita desde febrero de 1986, exactamente un mes después de la
tragedia del Challenger en cielo americano. Años después, el especialista Gregory
Benett admitía: 'Es un logro impresionante. Los rusos la mantuvieron
funcionando con una economía tercermundista'".
Pero Sharman, que sólo tenía la misión de llevar a
cabo algunos experimentos médicos y agrarios, volvió a Tierra el 26 de mayo,
apenas una semana después, a bordo de la Soyuz TM-11. Por su parte, Artsebarski marchó en octubre en un
viaje junto a una expedición internacional en la Soyuz TM-12 y se intercambió
por Aleksandr Volkov, que a partir de entonces acompañó al
desventurado Krikalev a quien conminaron a quedarse por un tiempo
indefinido. "Nadie le ordenó permanecer en el espacio, pero la
verdad es que tampoco nadie puede decir que aceptase con gusto", reconoció
el subdirector de Misiones Espaciales, Yuri Teplakov.
Contra
Krikalev se habían juntado el hambre con las ganas de comer: por un lado, con
el deterioro de la URSS el rublo valía lo que el papel mojado,
y por otro, en el auge de los nacionalismos periféricos y de las negociaciones
para sacar tajada del futuro muerto antes de que acabase de palmarla, el
Gobierno del presidente Nazarbayev en Kazajistán subió el precio del
alquiler de la base de Baikonur, lo que convirtió los gastos en
inasumibles para la moribunda agencia espacial soviética. La situación era tan
límite que Moscú intentó vender la estación a sus archienemigos de la NASA para
que se hicieran cargo de unos costes que ascendían a un millón de rublos al
día. "¿El acuerdo con la NASA nos incluye a los cosmonautas en
órbita?", preguntaba entre irónico y resignado Krikalev.
Para intentar recaudar fondos, la agencia espacial
soviética incluso firmó un acuerdo con Coca-Cola para conseguir dinero a cambio
de que en la Mir los astronautas aparecieran bebiendo sus refrescos. Según
Montero, Nikolai Semyenov, integrante del Glavkosmos, una
subsidiaria de la empresa espacia estatal, admitió ya entonces: "Tenemos
dinero suficiente para poder pagar los salarios del personal, pero nada más.
La gran pregunta es qué pasará a finales de año, cuando se hayan agotado todos
los suministros". Panorama negro, desde luego. Así que mientras en suelo
firme intentaban sacar dinero de debajo de las piedras, Krikalev y Volkov
pasaban el tiempo entrenando sujetos a unas cuerdas —ya que por cada mes en
situación de ingravidez, el cuerpo humano pierde un 10 por ciento de
masa muscular y un 1 por ciento de masa ósea— y hablando con
radioaficionados de todo el mundo para mantenerse al día de las noticias.
A
eso se sumó que en una videoconferencia, la esposa de Krikalev, Yelena, le
confesó a su marido que su familia estaba pasando penurias económicas: "Sergei,
el sueldo no nos alcanza para vivir". El sueldo de cosmonauta,
que en su momento había sido bastante respetable, "ahora se igualaba con
el del personal de limpieza; era un poco menos que el de un taxista de Moscú y
exactamente la mitad de lo que ganaban, por ejemplo, los mineros de
Kuzbass", afirma Montero en su libro. Al cambio de entonces suponía
un sueldo de alrededor de 2.50 dólares al mes.
En una carta que el ex cosmonauta Vladimir Poliakov le
hizo llegar a Krikalev, avisaba de que las cosas eran aún peores. "No
sabes lo difícil que ha sido hallar los limones que te hemos mandado. No
todos en este país ahora pueden tener un limón. Comprendemos tu
agotamiento, pero el propio presidente Yeltsin ha prometido tu retorno para el
próximo mes de marzo, si bien ya sabes que no podemos confirmar nada...Dicen
los psicólogos que tu depresión es debida al hecho de ver los cambios que están
pasando en la nación, a que tu sueldo al partir era aún respetable y sin
embargo hoy tu mujer ve cómo no alcanza para nada… Unos dos meses tras la
liberalización de precios se han cuadruplicado. El Gobierno dice que es la
corrupción. Las primeras privatizaciones son un escándalo. Las mafias se
apropian de todos los sectores. Tienen de todo y controlan todo, desde drogas y
armas hasta el comercio de las naranjas o el caviar. Con ello te darás una idea
de cómo está nuestra economía. Disculpa que te cuente las preocupaciones de tus
compatriotas, pero hay muchas amenazas y miedo a un golpe o estallido
social".
Cuando
finalmente cayó la URSS —recordemos, el 25 de diciembre de 1991— nadie tenía
muy claro quién dirigía el antiguo programa espacial soviético y a quién había
que exigirle responsabilidades. La nave estaba en condiciones penosas,
sin apenas mantenimiento ni suministros, con filtraciones, apagones y
abolladuras. Krikalev había pasado más de doscientos días viendo cómo la noche
y el día se sucedían cada 45 minutos, El 25 de marzo por fin llegó la
expedición de relevo, gracias a los 28 millones de dólares que pagó
Alemania. Krikalev había estado 313 días varado en el espacio.
'Tirado en el espacio: la disolución soviética provoca el retraso de la vuelta
a la Tierra de un cosmonauta en órbita', tituló el diario 'Los Ángeles Times'
al día siguiente. Nada más aterrizar, lo que hicieron las autoridades rusas fue
sacar a un Krikalev desorientado y enclenque y taparle las banderas de la Unión
Soviética que adornaban su traje.
Tras los más de 10 meses que había permanecido en la
Mir, Krikalev se lo encontró todo muy cambiado. "Su patria había
dejado de existir como tal; el mítico centro de lanzamientos de
cohetes enclavado en la estepa de Tyura Tam, mejor conocido como Baikonur,
ahora pertenecía a la naciente república independiente de Kazajistán; su
sueldo de 600 rublos no alcanzaba ni para comprar un kilo de carne; su
ciudad natal ya no se llamaba más Leningrado sino San Petersburgo y su carnet
de miembro del Partido Comunista carecía de toda validez porque esa agrupación
estaba proscrita".
Como cuenta Chris Jones en su libro
'Fuera de órbita', cuando ese día un periodista le preguntó: "El año
pasado te marchaste de la Unión Soviética. Ahora vuelves a Rusia. ¿Cómo te
sientes con este cambio tan drástico?", no hubo respuesta.
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