El Gran Retorno del Político Peregrino
En una tierra lejana, donde los políticos exiliados
encuentran refugio entre cómodos sofás y conferencias internacionales, vivía
nuestro protagonista: Don Ambrosio Descaro. Famoso por su habilidad para
prometer lo imposible y desviar lo inevitable, Don Ambrosio había sido un
nombre insigne en las esferas del poder... hasta que la justicia decidió que
sus malabares financieros no eran precisamente legales.
Un buen día, después de muchos años de autocondenado exilio
en una villa con vistas al mar, rodeado de frutas tropicales y discursos
virtuales, Don Ambrosio decidió que era hora de volver a su patria. Claro, no
era por nostalgia ni por amor al terruño; más bien, las playas extranjeras
habían perdido su encanto y las cuentas bancarias estaban pidiendo misericordia.
—Volveré —declaró con una sonrisa de suficiencia—. El pueblo
me necesita.
Lo que Don Ambrosio convenientemente omitió mencionar fue la
orden de detención que lo esperaba con la misma calidez que un témpano de
hielo. La noticia de su regreso llegó a la patria como un huracán de risas y
suspiros de incredulidad. Los ciudadanos, con un humor envidiable, organizaron
apuestas sobre cuánto tiempo tardaría en ser esposado: algunos apostaban por
minutos, otros por segundos.
El día del retorno llegó, y con él, una multitud de curiosos
en el aeropuerto, periodistas en busca de la mejor foto y policías afinando sus
esposas. Don Ambrosio bajó del avión con una bufanda tricolor y una sonrisa de
marketing político. Sin embargo, al poner un pie en suelo patrio, fue recibido
no por aplausos, sino por el chasquido inconfundible de unas esposas de acero
inoxidable.
—¡Injusticia! —clamó Don Ambrosio, como si no hubiese leído
los periódicos durante su exilio.
—Bienvenido a casa, Don Ambrosio —le dijo un agente con una
sonrisa irónica—. Tiene una habitación esperándole, con todas las comodidades:
rejas, uniforme y una cama dura como sus discursos.
El político, llevado a la comisaría, intentó recuperar su
antiguo carisma, pero el único eco que encontró fue el del vacío de su celda.
Desde su nueva residencia, Don Ambrosio siguió haciendo promesas
grandilocuentes, aunque ahora sólo tenía como público a unos cuantos ratones y
algún que otro guardia aburrido.
El pueblo, entre risas y alivio, volvió a sus quehaceres
diarios, sabiendo que el país estaba un poco más limpio sin las sombras del
exilio voluntario. Porque si algo había demostrado Don Ambrosio, era que, al
final, todos los caminos conducen a casa... aunque esa casa tenga barrotes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, todo comentario o escrito CONSTRUCTIVO, espero entre todos no avergonzarnos de ponernos al nivel de los que no queremos.
Gracias