En un pequeño
rincón del universo financiero, los inversores vivían con una mezcla de emoción
y pavor, observando las montañas rusas de la bolsa. Cada día, el mercado abría
sus puertas con un gran redoble de tambores y una promesa de fortuna o ruina.
El lunes, el tío
Rico, accionista veterano, estaba convencido de que había descifrado el enigma
del mercado. "¡Hoy subimos!", proclamó con la confianza de un adivino
en un espectáculo de feria. Compró acciones a diestra y siniestra, mientras todos
a su alrededor lo miraban con admiración y envidia. Al final del día, el
mercado cerró en rojo y el tío Rico se fue a casa con el ánimo por los suelos,
pensando en cambiar su nombre a "tío Pobre".
El martes, llegó
la tía Prudencia, quien aseguraba tener un sexto sentido para estas cosas.
"Hoy bajamos", dijo, vendiendo todas sus acciones. Sin embargo, el
mercado, como un adolescente rebelde, decidió hacer exactamente lo contrario y
subió como un cohete. La tía Prudencia pasó la noche lamentando su falta de
intuición.
Miércoles, jueves
y viernes pasaron en un torbellino de predicciones fallidas, con los inversores
sintiéndose como jugadores en un casino donde la casa siempre gana. Algunos
decían que era cosa de los astros, otros culpaban a las mariposas en China y
unos pocos aseguraban que era simplemente la voluntad caprichosa de los dioses
del dinero.
Finalmente, llegó
el fin de semana, un breve respiro para los desgastados especuladores. Mientras
saboreaban su café, todos acordaron que la bolsa mundial no era más que un
enorme juego de azar disfrazado de ciencia exacta. "¡La próxima semana
será diferente!", exclamaron, sin haber aprendido nada y con una fe
renovada en su propia suerte.
Y así, el ciclo
continuaba, en un baile eterno de subidas y bajadas, donde la única certeza era
la incertidumbre.
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