Horas después, la
estación de Pamplona estaba irreconocible. Agentes de la policía y personal
sanitario de emergencia se habían desplegado en cada esquina, revisando cámaras
de seguridad y rastreando cada paso de los pasajeros del autobús. Todos los que
lograron ser detenidos de inmediato esperaban en una sala, ansiosos, mientras
los agentes intentaban mantener el orden en medio de la creciente confusión.
Carlos, el chofer,
permanecía en silencio en una esquina, observando la caótica operación. A sus
cincuenta y tantos años, había visto de todo en su vida en la carretera:
accidentes, riñas entre pasajeros, y hasta algún que otro desmayo. Pero nunca
algo como esto. Aquella imagen del hombre inmóvil y la sangre en sus oídos y
boca lo perseguía, una especie de eco que se repetía en su mente cada vez que
cerraba los ojos.
"¿Se
encuentra bien?", le preguntó un agente, notando su palidez.
Carlos asintió,
aunque era evidente que no lo estaba. En su interior, una pregunta empezaba a
martillear: ¿y si él también había sido expuesto a aquella bacteria mortal?
Tragó saliva, tratando de ahuyentar la idea, pero la sensación de peligro
estaba ahí, latente.
Mientras tanto, en
una sala de la comisaría improvisada en la estación, el inspector a cargo, un
hombre de pocas palabras y mirada astuta llamado Íñigo Zalduendo, repasaba los
registros. Sabía que el tiempo era crucial: cada minuto que pasaba era una
oportunidad perdida de contener el posible brote. Tras revisar las grabaciones,
quedó claro que, de los treinta pasajeros originales, al menos ocho ya habían
dejado la estación antes de la llegada de los equipos de emergencia.
"Tenemos que
localizarlos a todos," ordenó, mientras su equipo desplegaba una red de
contactos y empezaba a enviar alertas a sus domicilios. Zalduendo sabía que
algunos pasajeros podían no responder de inmediato, otros incluso podrían estar
aterrorizados. Sin embargo, él no tenía tiempo para la delicadeza. En su mirada
había una determinación férrea: todos y cada uno debían ser localizados y
puestos en cuarentena.
Carlos miró al
inspector, sintiendo una mezcla de respeto y algo de miedo. Algo en los gestos
de aquel hombre le decía que no aceptaría un "no" por respuesta. Se
acercó a él con cautela y le dijo en voz baja:
—Inspector... creo
que... tal vez yo debería estar en cuarentena también. Estuve en contacto
directo con él, ¿sabe? Quiero decir... a pocos centímetros de distancia.
Zalduendo lo miró
fijamente, como evaluando la seriedad de sus palabras. Asintió, y con un tono
suave pero firme, le contestó:
—No se preocupe,
Carlos. Haremos todo lo necesario. Pero primero, necesito que me ayude a
recordar cada detalle, cada movimiento de aquel viaje. Usted es clave para
resolver esto.
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