Capítulo
7: Las Llaves del Misterio
Tras el encuentro
en el jardín, Maruja y Ernesto no podían dejar de pensar en la caja que Antonio
había sacado de entre las flores. ¿Qué escondía? Y más importante aún, ¿por qué
lo hacía tan en secreto?
De vuelta en la
residencia, el grupo del Club de los Olvidados se reunió en su lugar habitual:
una mesa del comedor, justo al lado de la ventana que daba al jardín.
—Tenemos que
descubrir qué hay en esa caja —dijo Maruja, sin rodeos.
—¿Y cómo piensas
hacerlo? —preguntó Julián, rascándose la cabeza—. Antonio no es tonto, no va a
dejar que se la quitemos así como así.
—¿Y si usamos mi
plan? —sugirió Doña Paca, en voz baja, como si no quisiera que nadie más la
oyera.
El grupo la miró
con escepticismo. La última vez que Doña Paca propuso un plan, acabaron todos
escondidos en el armario de la limpieza mientras intentaban espiar al director
de la residencia. Aún recordaban el olor a lejía.
—¿Cuál es tu plan
esta vez? —preguntó Concha, sin poder resistir la curiosidad.
Doña Paca sacó una
pequeña llave plateada de su bolsillo y la puso sobre la mesa con un aire de
misterio. El grupo se inclinó hacia adelante para verla mejor.
—¿Qué es eso?
—preguntó Ernesto—. ¿La llave de la caja?
Doña Paca sonrió
con aire de suficiencia.
—No, querido, es
la llave de la oficina del director. Sé que tiene una copia de todas las llaves
de las habitaciones, incluida la de Antonio. Si conseguimos entrar en su
habitación, podemos averiguar qué guarda en esa caja.
El silencio cayó
sobre la mesa. Todos miraban la pequeña llave plateada como si fuera la pieza
que faltaba para resolver el gran enigma.
—Doña Paca, eres
un genio —dijo Julián, visiblemente impresionado.
—Lo sé, lo sé
—respondió ella, disfrutando del momento de gloria.
—Bueno, ¿y cómo
vamos a hacer esto sin que nos pillen? —preguntó Concha, que no estaba muy
convencida de la idea de meterse en la oficina del director.
—Eso, queridos
míos, es lo que hace que todo sea más divertido —dijo Doña Paca con una sonrisa
traviesa.
Y así, el plan
empezó a tomar forma. Esperaron hasta la hora de la siesta, el momento perfecto
cuando la residencia estaba más tranquila. Maruja y Julián se quedaron en el
comedor como “distracción”, por si alguien pasaba cerca. Mientras tanto, Doña
Paca, Ernesto y Concha se dirigieron en puntillas hacia la oficina del
director.
El corazón de
Ernesto latía a mil por hora mientras Doña Paca insertaba la llave en la
cerradura y la giraba con una precisión asombrosa.
—¿Dónde aprendiste
esto? —susurró Concha, maravillada.
—En mis tiempos,
querida, sabías que las monjas tenían llaves para todo... y yo aprendí unos
cuantos trucos en el convento —dijo Doña Paca, sonriendo misteriosamente
mientras la puerta se abría.
Entraron en la
oficina y, como si hubieran ensayado, se dividieron para buscar la copia de la
llave de Antonio. Ernesto revisó el escritorio, Concha los archivadores, y Doña
Paca, como una profesional, fue directa a una pequeña caja de seguridad.
—Aquí está —dijo
Doña Paca con orgullo, sacando una copia de la llave.
—¡Vamos rápido!
—exclamó Concha, con los nervios a flor de piel.
Salieron de la
oficina tan sigilosamente como habían entrado. La misión estaba a punto de
completarse. Se dirigieron a la habitación de Antonio y, con un rápido giro de
muñeca, Doña Paca abrió la puerta.
Dentro, todo
parecía normal. Una cama, una pequeña mesita de noche, una silla junto a la
ventana. Pero lo que más les interesaba era el armario. Allí debía estar la
caja.
—Vamos allá —dijo
Ernesto, adelantándose para abrir las puertas del armario.
Y allí, entre las
camisas y los pantalones perfectamente colgados, estaba la misteriosa caja de
metal. Ernesto la cogió con cuidado y la colocó sobre la cama.
—¿La abrimos?
—preguntó Concha, con los ojos brillando de emoción.
—Por supuesto
—respondió Doña Paca, que parecía disfrutar cada momento de la aventura.
Con un poco de
esfuerzo, Ernesto consiguió abrir la caja. El grupo se inclinó hacia adelante,
esperando encontrar algo asombroso.
Pero lo que vieron
los dejó sin palabras.
Dentro de la caja
había... ¡una colección de sellos antiguos!
—¿Eso es todo?
—preguntó Concha, decepcionada.
—¡Son sellos muy
valiosos! —dijo Doña Paca, tomando uno con cuidado—. Antonio debe ser un
coleccionista. No es un ladrón, es un apasionado de la filatelia.
Ernesto soltó una
carcajada.
—Nos hemos montado
una película por unos sellos.
—Bueno, ahora al
menos sabemos la verdad —dijo Doña Paca, colocando los sellos de vuelta en la
caja con delicadeza—. Y creo que no deberíamos decirle nada a Antonio. Dejémosle
con su pequeño secreto.
El grupo asintió
en acuerdo. Habían descubierto el misterio de la caja, pero más importante aún,
se habían dado cuenta de que, a veces, las cosas no son tan complicadas como
parecen.
Mientras salían de
la habitación de Antonio, no podían evitar sonreír. El Club de los Olvidados
había resuelto otro misterio, aunque no era el que esperaban. Pero en el fondo,
sabían que el verdadero tesoro era el tiempo que pasaban juntos, creando
recuerdos y viviendo aventuras, incluso en la residencia.
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