Capítulo
3: El Club en Acción
A la mañana
siguiente, en la residencia Las Magnolias, el rumor del “gran misterio del
pastillero” ya había llegado a oídos de casi todos los residentes. Los
murmullos corrían por los pasillos como un río que se desborda. Nadie hablaba
de otra cosa. Maruja, como siempre, era el epicentro de todo. Y, claro, ella
estaba disfrutando cada minuto.
Don Ernesto, por
su parte, parecía más preocupado por su reputación que por el pastillero en sí.
Ahora todo el mundo le preguntaba si había recordado dónde lo había dejado,
como si fuese un olvidadizo más, y eso era algo que su orgullo no podía
tolerar.
—Ernesto, cariño,
no te preocupes tanto. No somos detectives de verdad, solo estamos entretenidos
—le dijo Maruja, intentando calmarlo mientras movía una ficha en la partida de
dominó que compartían.
—¡Entretenidos!
—repitió Ernesto, inflando el pecho—. Esto es algo serio, Maruja. Hay que
descubrir al culpable, aunque sea lo último que haga en esta vida.
Julián, que estaba
observando la escena desde su silla de ruedas, no pudo evitar reírse. Se
llevaba la mano a la barriga cada vez que Ernesto se envalentonaba.
—Si seguimos así,
vamos a acabar montando un reality show: ‘Las Magnolias: detectives en acción’
—dijo Julián entre risas—. Imagínate, con cámaras en cada esquina y todo el
mundo votando para expulsar al ladrón.
Maruja, con su
habitual chispa, se unió a la broma.
—Podríamos tener
nuestras propias pruebas, como en los concursos de la tele. El que encuentre
más cosas desaparecidas, ¡gana una comida sin pure de guisantes! —exclamó,
provocando una carcajada general en el salón.
Pero detrás de las
risas, la intriga continuaba. ¿Qué más cosas habían desaparecido? Los
residentes empezaron a hacer memoria, y pronto se dieron cuenta de que no era
solo el pastillero de Ernesto lo que faltaba. Las gafas de Don Ramón, el viejo
reloj de pared que ya no funcionaba, e incluso un par de pantuflas de la señora
Concha… todo había desaparecido sin dejar rastro.
—Aquí está pasando
algo raro —insistió Ernesto, alzando la voz lo suficiente como para que todos
los presentes en el salón le prestaran atención.
Maruja, que
adoraba tener público, no dejó pasar la oportunidad.
—Escuchad todos,
¡el Club de los Olvidados se pone en marcha! —anunció, poniéndose de pie con
una energía que contrastaba con su edad—. Vamos a reunirnos esta tarde en la
sala de manualidades. Y si alguien tiene alguna pista o algo que contar, que
venga preparado.
El anuncio fue
recibido con murmullos de aprobación y curiosidad. ¿Un club de detectives en la
residencia? ¿Por qué no? Total, el bingo ya se estaba volviendo aburrido.
Esa tarde, el Club
de los Olvidados se reunió por primera vez en la sala de manualidades, un lugar
donde las acuarelas secas y las viejas revistas de recortes eran las únicas
herramientas de creatividad. Pero esa tarde, la creatividad iba a otro nivel.
Maruja se paseaba
como si fuera una inspectora de Scotland Yard, con una libreta en la mano y
unas gafas de sol que no tenían cristal.
—A ver, ¿qué
tenemos hasta ahora? —preguntó, como si estuviera resolviendo un caso de alto
perfil.
—Las gafas de Don
Ramón, el reloj de pared y mis pantuflas —contestó la señora Concha, que, a
pesar de la situación, llevaba las pantuflas de repuesto.
—Y, por supuesto,
mi pastillero —añadió Ernesto, como si aquello fuera la clave del misterio.
Julián, que había
llegado tarde, levantó la mano.
—No sé si esto
cuenta, pero… ayer por la noche desapareció mi libro favorito. Lo tenía junto a
la cama, y esta mañana no estaba. —Su tono era serio, aunque sus ojos
reflejaban un brillo travieso. Sabía que esto le iba a dar más
"combustible" a Maruja.
—¡Otro caso!
—exclamó Maruja con un aire triunfal—. ¡Esto es más grande de lo que
pensábamos!
Y así, entre
carcajadas y teorías descabelladas, el Club de los Olvidados había nacido.
Puede que no fueran Sherlock Holmes y el Dr. Watson, pero entre pastilleros
perdidos y pantuflas desaparecidas, no se podía negar que, al menos en Las
Magnolias, la vida había tomado un giro inesperadamente divertido.
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