El inspector
Zalduendo recorrió lentamente el pasillo improvisado en la zona de cuarentena,
observando a los pasajeros aislados en cubículos de cristal. Todos ellos
miraban con expresiones de tensión, atrapados en un limbo entre la espera y la
desesperación. A cada uno se le interrogaba con meticulosidad; el más mínimo
detalle sobre Tomás Aguirre podría ser crucial.
La primera en
hablar fue Marta, la joven estudiante de medicina, quien había recordado que
Tomás estaba “escapando de algo”. Ahora, bajo el interrogatorio, añadió un
detalle nuevo y extraño:
—Él estaba… bueno,
inquieto. Me dijo que había una “sombra” que lo seguía, como si alguien lo
estuviera observando a cada momento, pero no quiso darme más explicaciones.
Intenté preguntar, pero se cerró en banda.
Zalduendo anotó la
declaración con el ceño fruncido. Una sombra… ¿era una figura literal o una
paranoia?
En el cubículo de
al lado, Santiago, un hombre de negocios que apenas había prestado atención a
sus compañeros de viaje, se removió en su asiento. Recordó algo que en su
momento le pareció un comentario sin importancia:
—Durante una
parada, cuando todos bajamos a tomar café, Tomás salió del autobús con una
mochila. La llevaba bien agarrada, como si guardara algo valioso. No se
apartaba de ella ni un segundo… y, ahora que lo pienso, no recuerdo haberlo
visto sacar nada de la mochila en todo el trayecto. Solo se aseguraba de que
nadie la tocara.
Mientras tomaba
notas, el inspector no podía evitar preguntarse: ¿qué contenía aquella mochila?
Y más importante aún, ¿dónde estaba ahora?
El tercer
pasajero, una anciana llamada Elisa que había estado sentada dos filas detrás
de Tomás, recordó algo que dejó a todos los presentes helados.
—Él… él hablaba
solo —dijo, temblando un poco—. Pero no como una persona normal que murmura
para sí misma. Era… como si respondiera a alguien. En un momento pensé que
tenía un auricular, pero no vi nada. Recuerdo que dijo: “Sé que me encontrarás,
pero no esta vez… No esta vez”.
Un silencio cayó
sobre la sala. Los agentes intercambiaron miradas desconcertadas. Zalduendo
sintió una opresión en el pecho. Cada testimonio parecía añadir un nuevo nivel
de inquietud a la historia de Tomás Aguirre, como si se tratara de alguien
constantemente al límite, pero de algo que nadie podía ver.
Con estas piezas
nuevas, Zalduendo empezó a tejer una teoría, algo en la línea de un hombre
perseguido, acosado no por una persona, sino por… ¿una amenaza invisible? ¿Un
virus consciente? ¿O acaso estaba Tomás escapando de una organización secreta?
Todo eran posibilidades.
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