Las madres de la
caravana de hondureños que migran a EEUU: "Prefiero que nos devuelvan a
que nos separen"
Arriesgarse a viajar desde Honduras hasta Estados
Unidos ya es difícil para un adulto. Pero es más complicado para las madres
solteras que atraviesan fronteras en compañía de sus hijos. Lo hacen, todas,
porque quieren que sus niños crezcan lejos del hambre y las balas.
Estas son solo algunas de las historias de cientos de madres
de la caravana de migrantes que salió el pasado 13 de octubre de
la ciudad hondureña de San Pedro Sula con la intención de llegar a
EEUU tras atravesar México.
Karen
Dentro del Colegio Santa María, ubicado frente a la
Casa del Migrante Scalabriniani, la noche del 17 de octubre, cientos de
migrantes descansan en el suelo, en los pasillos, sobre colchonetas. Karen
Montoya, de 30 años, permanece atenta a la gente, como memorizando los rostros.
En el 2010, Karen, de San Pedro Sula, estaba
embarazada. El padre, sin embargo, no quiso reconocer a su hija y pronto
dejaron de comunicarse. Luego nació Ashley.
Karen crio a su hija sola. Trabajó preparando comida,
vendiéndola en un puesto en la calle. Cada día se levantaba a hacerle el
desayuno a Ashley y empezar a cocinar los almuerzos. Pero el dinero no era
suficiente.
—Nunca nos alcanzaba para nada— afirma. Por eso
siempre consideró emigrar hacia Estados Unidos. A pesar de no tener familia
allá, sabía que a muchos vecinos y amigas les iba bien.
El viernes pasado escucharon las declaraciones del
exdiputado Bartolo Fuentes, que aseguraba en televisión que acompañaría a 180
migrantes hondureños hasta Estados Unidos. "Vámonos, mami", le dijo
Ashley, "es nuestra oportunidad".
—Eso que me dijo lo tengo grabado en la mente— sonríe
y ve a su hija, que juega con su cabello rizado —Cada vez que me duelen los
pies pienso en eso, que es nuestra oportunidad y que ella cree que es nuestra
oportunidad de tener una mejor vida.
Empacaron entonces un poco de ropa, peines, suéteres,
por si acaso, y un poco de fruto en una mochila y salieron. Karen afirma que a
pesar del cansancio se siente positiva, pues todo ha salido bien y no han
tenido mayor percance. Admite que los tramos que les ha tocado caminar han sido
largos y arduos, "pero nosotras vamos a nuestro ritmo, solitas, y vamos
platicando siempre", dice, "y pues también hemos tenido la
oportunidad de ir e carro, en…"
—¿En bus?
—Ah, pero no cualquier bus. Yo no quiero exponer a mi
nena.
Sobre si le preocupa pasar por México, Karen parece
confundida. Ella frunce el ceño, alza los hombros y junta los labios. Hasta
voltea la mirada, como indignada por la pregunta. Ofendida, quizás.
—Acá no nos ha faltado nada. Hemos tenido comida,
agua, donde dormir, rides. La gente ayuda a la gente— ¿Y la violencia? —Pues
entre todos nos vamos a cuidar— Una pausa —Las distancias tal vez sí me
preocupan, como dice. Pero ya veremos. Dios nunca lo abandona a uno.
Una vez Karen llegue a Estados Unidos, espera
encontrar trabajo de "lo que sea" y ayudar a Ashley terminar la
primaria. Sueña con que estudie en la universidad.
Carmen
Carmen, de Colón, viaja con su familia. Con su
hermanastra, dos sobrinos, de 8 y 5 años, y con su hijo de 15 años, Luis
Alexander. Ella y su hermanastra, Griselda escucharon la noticia de la caravana
el viernes y se juntaron a discutirlo.
—¿Nos vamos?— sugirió Griselda, pero Carmen, de 51
años, tenía dudas.
Las hermanastras además tienen otra media hermana en
Houston (Texas) Ana Williams. Ana salió a principios de año, junto a otra
caravana desde Honduras y trabaja ahora en restaurantes del área como camarera,
tiene su propio apartamento y ocasionalmente les manda fotos de los centros
comerciales, las carreteras, las calles bien iluminadas y pavimentadas, las
playas.
Pero antes de tomar la decisión, Carmen consultó con
su hijo.
—¿Usted está de acuerdo, hijo? —le preguntó.
Luis Alexander estaba de acuerdo.
—Madre —le
respondió—, yo quiero superarme y acá en Honduras no se puede la cosa.
—Vámonos a ver a tu tía, pues —dijo Carmen, y empacó
sus cosas en una pequeña bolsa de mano.
"Él quiere ser arquitecto", cuenta Carmen
mientras cubre el rostro de su hijo que empieza a quedarse dormido en el
albergue habilitado frente a la Casa del Migrante.
"Fíjese", recalca, y pasa una mano por su cabello color sal y pimienta.
"Yo pensé que médico, o algo así. Pero no. Arquitecto", dice y
se vuelve para verlo, Luis Alexander duerme con los audífonos puestos. En
Honduras, Luis Alexander estudiaba en una escuela pública, en Estados Unidos
quiere terminar sus estudios y, si es necesario, trabajar para ayudar a su
madre. Los sobrinos de Carmen, Dikson y Jorge Alberto, también esperan estudiar
en Estados Unidos.
Carmen se sienta erguida, con el cuello firme, los
hombros delgados alineados a la pared. Parece tener la practicada postura de
una bailarina retirada. Pero no lo es. Sus huesos están fuertes a base de
trabajar en los oficios domésticos. Se empleó en casas particulares tras la
muerte del padre de Luis Alexander. Al contarlo, sus ojos se llenan de
lágrimas.
"Yo no quiero que él se enfrente a lo que le tocó
a su papá", dice, secando las lágrimas de sus mejillas con su mano morena.
"Allá en Honduras hay mucha delincuencia. Algunas personas dicen que por
qué nos exponemos a viajar tan lejos, pero esto no es nada comparado a lo que
vivíamos en Colón. Pandilleros, extorsionistas, todos los días
ellos…". Carmen no puede continuar. Sus sobrinos brincan frente a su
madre. Como otros niños o niñas que van con la caravana, ellos mantienen la
inocencia y la energía, como si este fuese solo un viaje más, a una playa
quizás, como las de las fotos que manda tía Ana desde Houston.
Como para aliviar la charla, Carmen dice que lo ha
pasado bien en Guatemala. "El trayecto ha sido duro, pues", señala,
"esta es la primera noche que no dormimos en el piso [suelo]". Sin
embargo, ha recibido comida, agua, medicina "y no es que lo exijamos; la
gente nos lo da con gusto", y sonríe. Y a pesar de que dice que la llegada
a México le preocupa, por la distancia, confía que también las y los mexicanos
les brindarán una mano.
Carmen admite que no sabía de la política de
separación del fiscal general de EEUU, Jeff Sessions, que en mayo de este año
separó a miles de familias centroamericanas. "Pero, ¿ya no está
pasando?", pregunta preocupada. "Nosotros no queremos hacer daño. Es
más, vamos con temor de que a nosotros nos hagan daño. Prefiero que nos
devuelvan a que nos separen. Nosotros vamos con la ilusión de trabajar, no de
hacer daño, sino de superar a nuestra familia".
Mayra
"Hola, papi, le llamo para decirle que me vine
con el grupo de migrantes que salió de Honduras", dice Mayra Ayala por
teléfono. Así le avisa a su padre de que va con la caravana. "No me
contestó, le dejé un mensaje de voz", cuenta y le devuelve el teléfono a
un joven de Tegucigalpa que compró una tarjeta SIM.
Mayra, tiene 24 años, es de Ocotepeque y viaja con su
hija Emily, de dos años y con su tía. Emily sonríe y muestra orgullosa su
camiseta de Dora la exploradora a todo el que se acerca.
Mayra y su tía salieron el lunes en la madrugada de
Ocotepeque, en la llamada región Lempa, para unirse a la caravana que iba ya de
camino a Esquipulas. Mayra no podía conseguir trabajo en su ciudad natal, a
veces no tenía con qué comprarle comida a Emily. Trabajaba ocasionalmente
haciendo limpieza en casas particulares. Pero no le alcanzaba lo que ganaba.
Cuando se enteró de la caravana, el viernes, ella y su tía se lo pensaron
mucho, Mayra tenía miedo del camino, de pasar hambre, de que Emily enfermara.
Pero finalmente, se decidieron.
Afirma que se preocupó el pasado lunes, cuando la
Policía Nacional Civil (PNC) detuvo al grupo. "Es algo que ni en Honduras
me había tocado vivir", dice, sorprendida. Y al pasar también se
sorprendió de la bondad de las y los guatemaltecos. "No nos ha faltado ni
una sola comida", sonríe.
Sin embargo, Mayra empieza a tener dudas. No sabe si
seguir o regresarse a casa. No sabe si van a lograr cruzar la siguiente
frontera. No sabe qué van a encontrar en México. Frío, quizás. Dormir en la
calle. Violencia. Asaltos. Perderse en el interminable desierto azteca. Emily
también le pregunta que cuándo se van a ir a la casa. "Y ni siquiera hemos
terminando de pasar Guatemala", dice preocupada.
Lo que más le ilusiona a Mayra ahora es conseguir un
trabajo —de lo que sea— y darle una mejor vida a su hija. Emily se mantiene
activa, curiosa por el camino, las personas y "gracias a Dios", como
dice Mayra, "sana y salva". Antes de despedirse Mayra reacomoda un
pequeño carrito rosa, doblado, como un viejo flamenco. "Este me sirve,
cuando ella ya no quiere caminar", cuenta Mayra.
Paola
Son las ocho de la noche del miércoles 17 de octubre y
Paola González, acostada sobre un colchón inflable, le tapa el rostro a su hijo
Emil de 9 meses y a Eliani de 3 años, intentando que se duerman. "Pero no
quieren", ríe, sus mejillas rojas por peso del sol de seis días.
Paola, de 22 años, viaja con su madre de
"¿45?", le pregunta. "¡44!", responde Modesta González, y
ambas ríen. Entre las dos hacen malabares con los bultos de ropa y sus pocas
pertenencias. Antes del viaje, Paola vivía en Olancho y trabajaba como cajera
en un Pollolandia, ganando 8.000 lempiras al mes, unos 330 dólares. Pero su
salario, más el de su esposo agricultor, no era suficiente para pagar la
comida, ropa, el cuidado de su hijos y la renta. "Quiero mi propia
casa", dice Paola.
El actual esposo de Paola y padre de Emil también
quería irse con ella, pero su madre enfermó y se vio obligado a quedarse.
El papá de Eliani, por otro lado, vive en Estados Unidos desde poco tiempo
después que ella naciera, pero ella no sabe de él, no mantienen comunicación.
Paola dice que el pasado miércoles fue, quizás, uno de
los días más ligeros de su viaje. Se levantaron a las 4 de la mañana para
bañarse y desayunar. Pero una vez siguieron el viaje, el camino se les
facilitó. "No nos ha hecho falta nada", asegura. Ni comida, ni agua,
ni un lugar donde dormir.
—Yo pensé que iba a ser aterrador, que íbamos a pasar
hambre, que yo iba a tener insomnio, pero entre todos nos estamos apoyando y la
gente acá ha sido muy generosa— dice Paola, rescatando velozmente a su hijo de
una caída segura.
Paola cuenta que en Zacapa, Emil, desarrolló un ligero
sarpullido por el sol.
—Pero una de las señoras del lugar donde nos estábamos
quedando nos preparó un remedio casero y rápido se le quitó— dice. Paola confía
en la bondad de la gente que pueda encontrar en el camino. Pero admite temer su
paso por México. Dice que le preocupan los militares, los delincuentes, los
agentes de migración.
Lidia
Hace seis años, Lidia Orellana, de 34 años y
originaria de Tela, emigró hacia México por primera vez. En ese entonces vivía
en Tierra Blanca y tuvo que vender todas sus cosas para pagar por el viaje.
Lidia permaneció en México durante dos años, trabajando. Pero el dinero no
le alcanzaba, no podía mandar mucho a sus tres hijas y decidió regresar.
Ahora, el objetivo es Estados Unidos.
Lidia, como la mayoría de las personas que migran con
ella, se enteró de la caravana por la televisión, el viernes 12 de octubre.
Ella y sus hijas lo consideraron por un par de días.
—Hasta que ella me animó— sonríe y señala a su hija
mayor Anyi Orellana, de 15 años, recostada al lado de su mamá y sonriendo. —Me
dijo: 'Vámonos, mamá, mucha gente se va'. Y pues, a veces no teníamos ni
un quinto.
El domingo en la tarde se unieron con el grupo de San
Pedro Sula.
Anyi siempre apoyó a su madre y sus hermanas. En los
últimos dos años trabajó recogiendo huevos en una granja, ganando 200 lempiras
(poco más de 8 dólares) a la semana que usaba para pagar el material de la
escuela y su matrícula de 40 Lempiras al día. Obviamente el dinero no era
suficiente.
Anyi es el fruto de una relación fallida. El padre
nunca conoció a su hija. Y él y Lidia hace años que no hablan. Él vive en
Estados Unidos, pero Lidia ni siquiera sabe en qué estado. "Y tampoco lo
buscaría", dice entre risas. Un año después de que naciera Anyi, Lidia dio
a luz a Evelyn Joanna, y tres años después a Érica Daniela, actualmente ellas
tienen 14 y 11. Las últimas dos se quedaron en casa, con otros familiares, pues
aún son muy pequeñas, argumenta su madre, para el viaje.
Para este segundo intento, Lidia pidió dinero
prestado, 1.000 lempiras, a un amigo.
—Pero ya nos terminamos el dinero, comprando comida,
pagando los buses — dice.
—¿Y ahora?
—Vamos a seguir — sonríe. Sus mejillas se contraen en
varios pliegues. —Nosotras vamos a seguir adelante. No nos rajamos —añade—.
Además, ella está muy ilusionada. Quiero trabajar duro para darle lo que quiere
y necesita ella.
En Estados Unidos Lidia espera encontrar un trabajo,
posiblemente en restaurantes y apoyar a su hija. "Ella no debe trabajar
aún, que se enfoque en sus estudios, que salga adelante".
Desde que los humanos existen sobre la tierra siempre ha habido migraciones tantas personas individualmente como grandes masas desplazándose en busca de mejores condiciones de vida.
ResponderEliminarUna vida marcada por la pobreza y la violencia son los principales motivos que han alimentado el fenómeno de la migración, que en la actualidad experimenta un punto crítico con la caravana de miles de personas – en su mayoría hondureñas – que buscan llegar a EE.UU.
Honduras junto con El Salvador y Guatemala, forman el llamado Triángulo norte de Centroamérica, una región en el que la vida enfrenta grandes retos y también una de las más peligrosas del mundo, por sus altas escalas de violencia.
Inseguridad, desempleo, pobreza extrema y crisis política, una compleja situación que ha puesto en pie principalmente a miles de hondureños, salvadoreños, y guatemaltecos, rumbo norte en búsqueda de nuevas oportunidades d vida para ellos y para sus hijos.
Es difícil detener esta marea humana sin que se provoquen entre los marchosos disturbio ni lesiones, su determinación es la fuerza que les mantiene en pie en el camino de la esperanza.
Dejan atrás un mundo caótico y sin visos de soluciones, pero enfrente tienen un porvenir incierto, unos políticos incapaces de afrontar los problemas de las migraciones y que solo hacen, en algunos casos, fomentar entre sus conciudadanos, un miedo hacia el emigrante que llega.
Hasta este punto llega su clarividencia para afrontar este problema que no es solo un problema interno de un país, sino que afecta y afectara a la humanidad entera y que dicho problema con la solidaridad de todos se podrá atajar.
Saludos:
Creo que el problema donde se debería atajar es en el origen.
EliminarEstando el mundo como está, no creo que vayan a encontrar mejor vida.
Les tratan como si fueran animales, o números, sin identidad.
Y ante todo son personas, con el mismo derecho a vivir dignamente, como todos.
Abrazos Amigo!!!