Los agentes
salieron de la fábrica con la libreta y la mochila como evidencia, sabiendo que
habían desenterrado algo más profundo de lo que sospechaban. De regreso en la
comisaría, Zalduendo revisó nuevamente cada página de la libreta, buscando
cualquier pista que hubiera pasado por alto. Entre las anotaciones con nombres
y lugares, encontró un detalle inquietante: los nombres de varios pasajeros del
autobús estaban escritos en clave, con símbolos y números a su lado, como si
formaran parte de un entramado que la Hermandad había tejido en silencio.
Esa noche,
Zalduendo apenas durmió. Sabía que al día siguiente debía enfrentarse a la
Hermandad de una vez por todas, y debía estar listo. Cuando llegó la mañana,
los informes del laboratorio confirmaron lo peor: la bacteria era de alta
letalidad, y algunos de los pasajeros, en cuarentena, ya mostraban síntomas
graves. El reloj jugaba en su contra, y la Hermandad parecía haber desaparecido
en las sombras una vez más.
De pronto, uno de
los agentes entró en la sala de interrogatorios donde Zalduendo repasaba los
nombres. “Inspector, hemos encontrado una conexión en los registros de
llamadas: hay un número que se repite en todas las líneas de los pasajeros
sospechosos. Un número de un tal... Efraín.”
Zalduendo asintió,
con la mirada fija. Sabía que ese nombre era la clave, y que la Hermandad
siempre cuidaba de sus miembros más importantes. Con esto en mente, pidió
preparar un operativo para localizar y arrestar a Efraín. Era arriesgado, pero
si lograban capturarlo, tal vez conseguirían las respuestas que tanto buscaban.
La tensión era
palpable cuando, al atardecer, el equipo se preparaba para el asalto. Llegaron
a un viejo edificio, donde, según las últimas señales, Efraín se ocultaba. Con
un último vistazo a su equipo, Zalduendo asintió. La operación había comenzado,
y estaban listos para enfrentarse al centro de la Hermandad, o para descubrir
algo aún más oscuro.
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