Zalduendo y su
equipo se acomodaron frente al monitor mientras reproducían las imágenes de la
cámara. La grabación, en blanco y negro, mostraba a Tomás entrando al almacén
una noche de hace tres semanas. Su figura se veía inquieta, y al llegar a la
mesa central, comenzó a abrir y revisar los documentos. La imagen era nítida
pero sin audio; solo podían ver sus movimientos y gestos. Unos minutos después,
alguien más apareció en escena: una figura encapuchada, alta y esbelta, que se
mantenía en la penumbra, evitando la luz de la cámara.
Tomás parecía
discutir con el encapuchado, gesticulando de manera alterada. A medida que
avanzaba la conversación, el desconocido extendió un pequeño objeto en
dirección a Tomás, quien retrocedió, negando con la cabeza. Finalmente, pareció
resignarse y, con manos temblorosas, tomó el objeto. Era un frasco como el que
habían encontrado, idéntico al que llevaban ahora al laboratorio, conteniendo
aquel líquido oscuro.
En la esquina de
la imagen, Zalduendo notó un reloj de pared que marcaba las 3:15 a.m., y una
serie de coordenadas grabadas en la parte superior del reloj, como si
estuvieran ahí a propósito.
Sin embargo, lo
más desconcertante ocurrió justo antes de que el encapuchado abandonara el
almacén. Se acercó a la pared donde estaba la lista de nombres, y con un
marcador negro, tachó dos de ellos, señalando hacia Tomás antes de salir. Los
agentes detuvieron la grabación en ese momento y enfocaron la lista. Dos de los
nombres tachados habían muerto el mismo mes en circunstancias inusuales, una
coincidencia que ahora parecía más una advertencia.
Zalduendo, con un
nudo en el estómago, comprendió que la Hermandad tenía planes mucho más
extensos de lo que imaginaban. Las coordenadas grabadas en el reloj marcaban un
sitio en las afueras de Pamplona, y sabía que el próximo paso sería una visita
a ese lugar, donde tal vez el peligro fuera aún mayor que en el almacén.
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